jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 1



Paula Chaves se subió ligeramente el ala del sombrero de paja que llevaba, se recostó sobre el respaldo de la tumbona, perdió la mirada en el inmenso azul del océano a través de sus gafas de sol tamaño extragrande y suspiró. 


Debería aprovechar al máximo la tranquilidad del momento y relajarse, pero no era fácil con ese continuo revoloteo de mariposas en el estómago.


Estaba agobiada porque tenía la intención de ponerse frente al empresario más rico y venerado de aquella prestigiosa zona y pedirle que apoyara a la organización humanitaria de ayuda a los niños de África que tan importante era para ella. 


Y no solo que la apoyara, sino que hiciera la generosa aportación económica que tanto necesitaban para poder comenzar a construir un nuevo orfanato porque el actual se sostenía tan solo mediante la esperanza y la oración.


La idea de hablar con él había surgido al oír al propietario de la cafetería en la que estaba el día que había llegado a sus oídos el rumor de que Pedro Alfonso se encontraba en la zona; le estaba diciendo a un turista estadounidense que había conocido al famoso empresario de joven y comentaba lo lejos que había llegado teniendo en cuenta que había crecido en un orfanato cercano.


Aquella conversación había sido para Paula como un mensaje de la divina providencia y no podía desperdiciar la información. Sabía que dispondría de solo unos segundos para atraer la atención del empresario antes de que alguno de sus guardaespaldas la sacara del local, así que tenía que estar preparada. Teniendo en cuenta que podría servir para ayudar a mejorar las vidas de unos niños que la habían conmovido profundamente, en lugar de volver a África con la noticia de que no había conseguido los fondos que tanto necesitaban, el hecho de que un guardaespaldas la echara de allí le parecía una minucia. Después de ver con sus propios ojos la miseria en la que vivían aquellos niños, una miseria de la que solo tendrían posibilidad de salir con la ayuda de una buena formación y de las organizaciones benéficas, Paula había prometido a los integrantes de la organización que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para que esa posibilidad se convirtiera en una realidad. Pero antes tenían que reconstruir el hogar de aquellos niños.


El ruido de un helicóptero interrumpió sus pensamientos. 


Tenía que ser él.


Había llegado tan agotada y preocupada de África, que sus padres la habían convencido para que aprovechara la casa que tenían en el Algarve para tomarse el descanso que tanto necesitaba. Por una vez no había puesto ningún impedimento a que sus padres le dijeran lo que debía hacer y se alegraba de no haberlo hecho, porque el segundo día de estar allí se había enterado de que Pedro Alfonso iba a visitar uno de sus prestigiosos hoteles para acudir a una reunión. El hotel en cuestión se encontraba a solo unos metros de la casa de sus padres y, si los rumores eran fiables, aquel era el día. La llegada del helicóptero, el primero que había oído en los últimos tres días, parecía confirmarlo.


Se levantó de la hamaca con el corazón acelerado, abandonó el calor asfixiante del patio y notó el agradable frescor de la casa. Fue a la cocina para agarrar una botella de agua que metió en su cesta de paja, se colocó las gafas de sol, se quitó el sombrero y lo dejó sobre una silla. Y, tras comprobar que tenía las llaves, salió de allí corriendo.


El helicóptero había aterrizado en un discreto claro de un frondoso pinar, lo esperaban varios coches lujosos, la mayoría negros, aparcados frente al hotel. Delante del moderno edificio había una pradera de césped verde brillante, por donde se acercaban corriendo un grupo de periodistas y fotógrafos; los más rápidos se encontraban ya a las puertas del hotel. Para cuando la multitud se hubo metido al vestíbulo y Paula trataba de decidir con nerviosismo qué hacer a continuación, se acercó a la puerta del hotel un resplandeciente Jaguar negro. Del vehículo salió un corpulento guardaespaldas con el pelo muy corto que enseguida abrió la puerta de atrás para dejar salir al que sin duda era su jefe.


Debido a su impresionante éxito en los negocios y a ese supuesto misterio que lo rodeaba y que tan atrayente resultaba a los admiradores del mundo entero, era muy común que la imagen de Pedro Alfonso apareciera en los periódicos de muchos países, incluyendo el Reino Unido.


La primera impresión de Pedro fue que aquel empresario que había hecho fortuna en el mundo de los deportes y el ocio, especialmente en complejos hoteleros con campos de golf como aquel, era que su presencia resultaba tan abrumadora como su reputación. El impecable traje de lino que llevaba era el envoltorio perfecto para un cuerpo elegantemente musculado y el aire de millonario distinguido que desprendía todo él, desde su pelo negro hasta los mocasines italianos que cubrían sus pies, hacían pensar que aquel hombre tenía un ojo infalible para dar siempre con lo mejor. En ese momento se acercó a hablar con su guardaespaldas y Paula pudo ver que sus ojos eran del color oscuro del mejor chocolate. El sol del Mediterráneo lo inundaba todo de un calor asfixiante y sin embargo él parecía sentirse perfectamente fresco y seguro de sí mismo.


Al observarlo con más detalle, vio con cierta agitación que tenía la mandíbula apretada y estaba muy serio, quizá enfadado incluso. Paula se asustó porque, si ya estaba molesto por algo, era muy poco probable que le prestara la menor atención. O peor aún, si llegaba a la conclusión de que se había presentado allí para molestarlo, podría llamar a la policía para que la detuvieran.


Pero Paula se tragó los nervios, se colocó el bolso al hombro y echó a andar hacia la puerta del hotel con aparente tranquilidad, como si fuera una huésped más, pues sin duda aquella era la oportunidad que buscaba. Se le ocurrió entonces que los periodistas habían dado por hecho, erróneamente, que la persona que buscaban estaba ya en el interior del hotel, pensando que se habría escabullido por alguna puerta trasera.


Trató de respirar con calma mientras lamentaba que el corazón le latiera tan deprisa. Tenía que hacerlo. Aquel hombre tenía una reputación y una presencia rotundamente intimidantes, pero no podía dejar que eso la acobardara. Ya no había vuelta atrás.


–¡Señor Alfonso! –gritó su nombre cuando se encontraba a unos dos metros de él. El guardaespaldas se giró hacia ella inmediatamente para impedir que se acercara más–. Señor Alfonso, ¿podría hablar un momento con usted antes de entrar? Le prometo que no le entretendré mucho tiempo.


–El señor Alfonso no habla con la prensa a menos que se haya acordado antes.


La voz del guardaespaldas sonó como un rugido al tiempo que la frenaba colocando su corpulento cuerpo delante de ella. Paula se asustó al notar aquellas enormes manos en los brazos.


El hecho de que la tocara desató su indignación.


–¡Suélteme! ¿Cómo se atreve a agarrarme así? No soy periodista.


–Entonces no tiene nada que hablar con el señor Alfonso.


–Por el amor de Dios… ¿de verdad le parece que puedo suponer algún peligro para su jefe? –Paula no pudo ocultar la frustración que le provocaba el haber conseguido acercarse tanto a aquel hombre y que le impidieran hablar con él.


–Suéltala, José.


La orden del señor Alfonso hizo que el corazón se le acelerara aún más. El guardaespaldas retiró las manos de inmediato y se echó a un lado, lo que la dejó por fin cara a cara con su malhumorada presa.


–Si no pertenece usted a esos mercenarios de la prensa, que se empeñan en hacerme preguntas sobre mi vida privada para después adornarlas a su antojo para disfrute de sus lectores, ¿qué es lo que quiere de mí, señorita…?


Tenía un claro acento portugués, pero hablaba con una sorprendente corrección. La intensidad de la mirada que le lanzó la dejó paralizada durante unos segundos; aquellos profundos ojos color caramelo parecían haberla hechizado.


–Chaves –respondió por fin, con una voz más temblorosa de lo que habría deseado–. Paula Chaves. Y, para que esté tranquilo, no me interesa lo más mínimo su vida privada, señor Alfonso.


–Qué alegría –contestó él con ironía, al tiempo que se cruzaba de brazos.


Pero Paula no se dejó intimidar.


–He venido a hablarle de un orfanato africano que necesita ayuda urgente, ayuda económica para ser exactos, para reconstruirlo y dotarlo de una escuela. Acabo de volver de allí y puedo decirle que es intolerable que esos pobres niños vivan así, si a eso se le puede llamar vivir. Junto al lugar donde duermen hay una cloaca abierta y ya han muerto varios niños por beber agua contaminada. ¡Por Dios, estamos en pleno siglo XXI! Aquí en occidente somos muy ricos, pero dejamos que sigan ocurriendo estas cosas sin hacer nada y sin siquiera indignarnos como deberíamos. ¿No cree que no hay derecho?


–Admiro la pasión y la dedicación con la que defiende su causa, señorita Chaves, pero debe saber que ya financio varias organizaciones humanitarias de todo el mundo. ¿Le parece justo abordarme de este modo cuando estoy a punto de entrar a una reunión que para mí es muy importante?


Paula parpadeó. Había oído el rumor de que el señor Alfonso estaba allí para supervisar la adquisición de un complejo turístico que no había tenido tanto éxito como los suyos. Eso era precisamente lo que lo había hecho famoso, su habilidad para comprar negocios con problemas y llevarlos al éxito, multiplicando así los beneficios. Si era cierto lo que afirmaban los periódicos y revistas, ese dinero servía para sufragar una vida de playboy. Pero ¿cuánto dinero y poder necesitaría acumular aquel hombre?


La indignación se apoderó de ella.


Se apartó un mechón de pelo de la cara y miró al millonario a los ojos sin parpadear una sola vez.


–¿Que si me parece justo? –repitió con furia–. ¿Y a usted le parece justo que esos niños mueran por falta de condiciones higiénicas más imprescindibles y, lo que es más importante, por la falta de amor y atención del resto de la humanidad? No creo que esa reunión sea más importante que eso.


En una décima de segundo, Pedro Alfonso se había acercado a ella y un gesto apenas perceptible le hizo saber a Paula que había dado en el clavo. Al mismo tiempo, la fuerza del sol que caía a plomo sobre ambos multiplicó el efecto embriagador de su colonia. Algo más que un poco mareada por la peligrosa combinación del calor y aquella mirada ofendida, Paula se preguntó cómo había tenido la audacia, o la estupidez, de pensar que con semejantes métodos podría conseguir el apoyo de alguien tan rico y poderoso. Estaba claro que no era así.


–Permítame que le dé un consejo, señorita Chaves… No se le ocurra jamás buscar trabajo en ningún campo en el que se requiera cierta diplomacia. Me temo que no pasaría de la primera entrevista. Tiene suerte de que no le pida a mi guardaespaldas que la eche de aquí. Perdóneme… –hizo una pausa para mirarla de arriba abajo con gesto burlón antes de volver a sus ojos– pero me da la impresión de que no está alojada en el hotel, ¿verdad? Si es así, se ha arriesgado mucho al abordarme de esta manera. Ahora, si me disculpa, tengo una reunión a la que asistir. Puede que las personas con las que tengo que reunirme no estén tan necesitadas como esos huérfanos, pero le aseguro que se van a poner hechos una furia como no aparezca pronto.


–Escuche, señor Alfonso, siento mucho si he sido un poco brusca… Sinceramente, no pretendía ofenderle –Paula se mordió el labio inferior para intentar controlar sus emociones, pero no lo logró del todo–. En cualquier caso, no está bien que mire mi ropa de ese modo y me haga sentir mal solo para sentirse usted superior, ¿no le parece? Además, no he venido aquí a impresionarlo; el único motivo que me trae aquí son esos niños huérfanos. Y sí, defiendo mi causa con pasión, la misma que sentiría cualquiera que hubiese vivido lo que yo he vivido allí estas últimas semanas. Esperaba que usted pudiera ayudarnos, sobre todo después de oír que también se crio en un orfanato.


El empresario se quedó inmóvil y de su rostro desapareció de golpe todo el color, dejándolo pálido.


–¿Dónde ha oído eso? –le preguntó, bajando la voz.


A Paula se le quedó la boca seca.


–Lo oí… el otro día –tenía la sensación de estar a punto de desmayarse, pero no quería incriminar al dueño de la cafetería, así que levantó bien la cabeza y se atrevió a mirarlo a los ojos de nuevo sin parpadear–. ¿Es cierto? ¿Es usted huérfano, señor Alfonso?


Lo vio respirar hondo y soltar el aire lentamente como si estuviese tratando de tranquilizarse, después meneó la cabeza.


–Señorita Chaves, usted dice que no es periodista, sin embargo ataca a su presa como si lo fuera. Su deseo debe de ser muy fuerte para llevarla a ser tan impertinente.


–Lo es –admitió, ruborizada–. Pero solo por los niños… yo no gano nada con esto, se lo prometo. Y no pretendía ser impertinente.


Justo cuando Paula pensaba que había arruinado cualquier oportunidad que tuviera y empezaba a arrepentirse de haber sido tan atrevida, de pronto el empresario parecía estar dudando.


–Es evidente que este no es un buen momento para seguir hablando de todo esto con usted, señorita Chaves, pero ha conseguido despertar mi curiosidad lo suficiente como para que nos reunamos otro día –echó mano al bolsillo interior de la chaqueta, que tenía un elegante forro de seda color café, y sacó una tarjeta negra en la que anotó algo–. Llámeme mañana a medio día. Pero le advierto una cosa… si le dice a alguien, sea quien sea, que ha hablado conmigo, puede olvidarse de todo, especialmente de que preste ayuda a su organización. Por cierto, ¿cómo se llama?


Paula le dio el nombre de la organización humanitaria.


–Bueno… volveremos a hablar, señorita Chaves. Espero su llamada  mañana a mediodía.


Pedro Alfonso se dio media vuelta y se fue, seguido de cerca por su fiel guardaespaldas, que se secaba el sudor con un pañuelo mientras trataba de alcanzar a su jefe. Con la tarjeta agarrada como si fuera a desvelarle todos los misterios del universo, Paula miró a los dos hombres hasta que hubieron desaparecido tras la puerta giratoria del hotel.



****


Agradecido por el frescor que proporcionaba el aire acondicionado de la sala de reuniones después de sufrir afuera el sofocante calor del mediodía, Pedro meneó el bolígrafo varias veces entre los dedos mientras intentaba centrar su atención en el director de su empresa, sentado al otro extremo de la larga mesa de madera de caoba.


Joseph Simonson estaba exponiendo la información sobre la adquisición con la meticulosidad y la elocuencia a las que lo tenía acostumbrado; no había nada que reprochar a su exposición, sin embargo a Pedro estaba resultándole difícil prestar atención al discurso porque no podía quitarse de la cabeza aquellos brillantes ojos azules y ese rostro que tanto se parecía a cómo él habría imaginado a la diosa Afrodita.


Paula Chaves.


Pero no había sido solo su belleza lo que lo había inquietado. No podía dejar de preguntarse cómo se habría enterado de que se había criado en un orfanato, algo que él jamás había hecho público conscientemente. Tenía que volver a hablar con ella para dejarle bien claro que sería una locura dar dicha información a la prensa, si bien era cierto que había gente del pueblo que conocían perfectamente sus orígenes. Quizá había sido un ingenuo al creer que esa gente tendría la lealtad suficiente para no hablar de su pasado. Ya lo había pasado muy mal con la prensa, así que lo que menos necesitaba en aquellos momentos era que saliera a la luz otra historia sobre él. Una historia que, probablemente, sería la más difícil de afrontar para él.


La imagen de Paula Chaves volvió a invadir su mente. Había asegurado que no pretendía impresionarlo, sin embargo era precisamente eso lo que había hecho. Ya había llamado a Martina, su secretaria, para pedirle que hiciera algunas averiguaciones sobre aquella mujer y sobre la organización humanitaria a la que tanto parecía apoyar. Por desgracia, no sería la primera vez que una mujer hacía algo poco honrado solo para tener la oportunidad de acercarse a él. Algo como aceptar dinero de un periódico por alguna anécdota inventada sobre él.


Pedro se sorprendió a sí mismo deseando que aquella mujer fuera de verdad quien decía ser y que realmente lo hubiese abordado para conseguir que ayudara a su causa. 


Mientras había estado frente a ella, tan cerca que sus ojos lo habían deslumbrado como las aguas azules de un lago iluminado por el sol, Paula Chaves no se había puesto nerviosa ni había apartado la mirada con gesto culpable. No, lo había mirado fijamente como si no tuviera absolutamente nada que esconder… como si lo que estaba diciéndole no fuera otra cosa que la verdad. «¿Qué diría si supiese lo atractivo y seductor que resulta eso?». Había salido y se había acostado con muchas mujeres hermosas a lo largo de su vida, pero en la mayoría de los casos por dentro no habían sido tan hermosas como por fuera.


Su exnovia Jazmin, por ejemplo, había cometido el error de intentar demandarlo por haber roto una supuesta promesa de mantenerla cuando la agencia de modelos para la que trabajaba no había querido renovarle el contrato porque la modelo prefería salir de fiesta y drogarse en lugar de acudir a las sesiones. Pedro jamás le había hecho semejante promesa; en realidad ya le había dicho que quería romper con ella antes de que la prestigiosa agencia rescindiera su contrato. Aquella mujer había sido una verdadera carga, pero, por suerte, sus abogados habían conseguido que el juez desestimara el caso de inmediato por la absoluta falta de pruebas. Después del lamentable episodio, había vendido su historia a la prensa sensacionalista por una jugosa suma de dinero, una historia que había adornado con una acusación de malos tratos que le había hecho parecer un misógino despreciable.


Todo eso había ocurrido hacía tan solo seis meses y, desde entonces, Pedro se había vuelto aún más receloso con las mujeres. A pesar de su lógica precaución, Paula Chaves había conseguido despertar su curiosidad con su aparente empeño por ayudar a los demás y no solo a sí misma; quería saber más cosas sobre aquella belleza con rostro de ángel, debilidad por los niños necesitados y el valor necesario para plantarse delante de él y contarle su historia como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo…


–¿Pedro?


Joseph parecía intranquilo porque su jefe no había respondido a la pregunta que le había hecho y Pedro tenía la ligera impresión de que ya llevaba un rato intentándolo. El resto de los asistentes a la reunión lo miraban atentamente, pues no estaban acostumbrados a verlo tan distraído.


Pedro cruzó los brazos sobre el pecho y ofreció una sonrisa de disculpa que curvó sus austeros labios.


–¿Podrías repetírmelo, Joseph? Creo que no me he enterado bien. Debe de ser por culpa del jet lag; anoche llegué tarde de Sídney –explicó, encogiéndose de hombros.


–Claro –el director británico se relajó visiblemente al escuchar la explicación–. Estoy seguro de que ninguno de los que estamos aquí tendrá ningún problema en hacer que la reunión sea lo más corta posible para que puedas descansar.


Pedro dio las gracias con un gesto que incluía a todos los presentes.


–Por cierto –continuó diciendo su leal empleado con cierta incomodidad, como si le resultara más fácil hablar de negocios–, ¿qué se siente al volver a casa? Debe de hacer por lo menos un par de años que no venías por aquí, ¿verdad?


–Así es… sí –respondió Pedro, de nuevo en guardia, pero haciendo caso omiso a la primera parte de la pregunta, pues no tenía la sensación de haber vuelto a casa. Ni siquiera su inmensa fortuna le había ayudado a sentirse en casa en ningún sitio. Para alguien que había crecido en un orfanato, un hogar era solo un sueño siempre inalcanzable, una fantasía que no formaba parte de su futuro por más que deseara que fuera posible.


Por muchas casas espléndidas o mansiones que tuviera por todo el mundo, no conseguía tener un verdadero hogar. 


Últimamente había trabajado aún más de lo normal por lo que tenía la intención de quedarse en el Algarve unas cuantas semanas para bajar un poco el ritmo y tomarse un necesario descanso, pero con solo recordar su humilde pasado en Portugal, el plan había perdido gran parte de su atractivo. Tampoco le tentaba demasiado la idea de estar solo. Conocía mucha gente, pero no tenía verdaderos amigos con los que pudiera comportarse con absoluta normalidad y ser como era. Ni siquiera de niño le había resultado fácil hacer amigos. Uno de los cuidadores del orfanato le había dicho una vez que era un niño «complicado». Con su lógica infantil, Pedro había dado por hecho que significaba que no era fácil quererlo…


Volvió a mover el bolígrafo, molesto con la sensación de nerviosismo y la presión que sentía en el pecho, señal inequívoca de que estaba agobiado; se sentía atrapado. No encontraba consuelo alguno en recordar el pasado.


–¿Les parece que continuemos? Todos tenemos muchas cosas que hacer antes de que acabe el día, así que no hay tiempo que perder –anunció bruscamente.


Avergonzado por las tensas palabras de su jefe, Joseph Simonson colocó los papeles que tenía delante y se aclaró la voz antes de comenzar a hablar…



****


Paula tenía el estómago encogido. Quedaban dos o tres minutos para las doce del mediodía y ya había acercado tres veces una mano temblorosa al teléfono y tres veces había vuelto a alejarla al darse cuenta de que podría estar muy cerca de conseguir la ayuda económica que tanto se necesitaba para reconstruir el hogar infantil, hacer un colegio y contratar a un profesor. El día anterior había sido muy valiente, como si nada ni nadie pudiera impedir que consiguiera lo que se proponía. Pero ahora, después de una noche sin apenas dormir, en la que el recuerdo de la penetrante mirada de Pedro Alfonso la había invadido constantemente, no se sentía capaz de casi nada.


–¡Por el amor de Dios!


Agarró el teléfono, exasperada, y marcó el número que ya se había aprendido de memoria por si tenía la mala suerte de perder la tarjeta.


Al llegar a la casa el día anterior le había sorprendido comprobar que lo que Pedro había anotado en el reverso de la tarjeta era el número de su teléfono móvil particular. No coincidía con ninguno de los números impresos con letras doradas sobre el fondo negro de la tarjeta. Recordó por un momento las caritas llenas de esperanza de los niños a los que había dejado en aquel precario edificio africano y sintió que le volvían las fuerzas necesarias para ayudarlos. Pedro Alfonso no era más que un hombre. Una persona de carne y hueso igual que ella. No importaba que llevara trajes a medida que debían de costar una fortuna o que su nombre apareciera año tras años en la lista de las personas más ricas del mundo. Eso no lo hacía mejor que ella. Solo eran dos personas que iban a hablar de lo que había que hacer para ayudar a los que no eran afortunados como ellos. Tendría que recordarlo mientras hablaba con él.


Se dejó de oír la señal al otro lado de la línea, lo que quería decir que alguien había contestado.


–Olá?


–Olá.


–¿Señor Alfonso?


–Ah… ¿eres tú, Paula?


No esperaba que se dirigiera a ella por su nombre de pila y al oírselo decir con aquella voz grave y con acento sintió un escalofrío muy desorientador. Perdió la mirada al otro lado de la ventana de la cocina y se pasó la mano por la cadera con nerviosismo.


–Sí, soy yo. Entiendo que es usted el señor Alfonso.


–Puedes llamarme Pedro.


–No me atrevería a…


–Te estoy pidiendo que me llames por mi nombre, Paula, así que no es ningún atrevimiento. ¿Qué tal estás? Supongo que disfrutando del buen tiempo.


–Estoy bien… Sí, disfrutando del buen tiempo –respondió, asombrada de que la tratara con tanta confianza y sin saber muy bien cómo responder–. ¿Y usted qué tal?


–No tenía intención de que esta conversación fuera tan larga –espetó él entonces.


Paula se alegró de que no pudiera verla porque la había hecho sonrojar… no quería que pensase que era una de esas mujeres fascinadas por los famosos e incapaces de distinguir la fantasía de la realidad.


–Sé que está muy ocupado, así que no voy a dejarlo sordo de tanto hablar –Paula se mordió la lengua nada más utilizar aquella expresión tan infantil.


–¿Dejarme sordo? –repitió Pedro, riéndose–. Espero que no lo hagas porque me resulta muy útil oír… especialmente cuando escucho a Mozart o a Beethoven.


–No debería haber dicho eso.


–¿Por qué? ¿Es que crees que no tengo sentido del humor? Espero tener oportunidad de demostrarte que te equivocas.


Paula se quedó sin habla, sorprendida de nuevo por su respuesta.


–Puede que te extrañe, pero acabo de darme cuenta de que tengo toda la tarde libre –siguió diciendo él–. Así que, en lugar de hablar por teléfono, podría ir a buscarte mi chófer y traerte a mi casa. ¿No te parece que es un lugar más agradable para charlar?


Debía de estar soñando. Una cosa era abordarlo a la entrada del hotel y otra muy distinta hablar por teléfono con él… pero jamás habría imaginado que un hombre como Pedro Alfonso la invitaría a su casa para hablar de la organización humanitaria a la que ella pretendía ayudar.


–Bueno… si de verdad dispone de tiempo, sí. Sin duda será más cómodo hablarlo cara a cara.


–¿Entonces te parece bien que te vaya a buscar mi chófer y te traiga?


–Sí. Gracias, señor Alfonso.


–¿No te he dicho que me llames Pedro? –insistió, riendo.


Paula solo sabía que a sus padres les daría un ataque si supieran que tenía intención de ir a casa de un completo desconocido, aunque el desconocido en cuestión fuese un empresario conocido en todo el mundo. Siempre habían sido exageradamente protectores con ella. Había tenido que imponerse a ellos para marcharse de casa y ser libre. 


Incluso cuando había decidido irse a África para conocer sobre el terreno el trabajo de la organización humanitaria para la que trabajaba en Londres, había tenido que hacer frente a su oposición.


–No podéis tenerme toda la vida entre algodones –les había dicho–. Tengo veinticinco años y quiero ver el mundo con mis propios ojos. Quiero correr riesgos y poder aprender de mis errores.


–¿Paula?


Se dio cuenta entonces, con un buen sobresalto, de que Pedro Alfonso estaba esperando su respuesta.


–Estoy aquí… supongo que tendré que darle la dirección para que envíe al chófer.


–Sería de gran ayuda, sí –respondió él.



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