jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 3



Esas necesidades a las que se refería Pedro habían quedado eliminadas de raíz la noche en que el que era su novio en aquel momento, Christian, se había puesto como una furia porque ella no quisiera acostarse con él. Después de acusarla de coquetear con otro en la fiesta a la que habían asistido juntos, Christian la había acorralado contra una pared y le había dado una bofetada. Paula no había tenido tiempo de reaccionar; de pronto se había encontrado tumbada en el suelo con él encima, como si estuviera a punto de tomar por la fuerza lo que ella no quería darle.


El terror la había invadido y paralizado por un momento. 


Pero entonces se había dicho a sí misma que no podía dejarse llevar por el miedo y le había hablado con voz tranquila. Le había dicho que pensara bien lo que estaba haciendo porque, si continuaba, no tardaría en lamentarlo cuando volviera a estar sobrio. Sus palabras habían surtido efecto y, sin decir nada, Christian se había apartado de ella. 


Paula se había marchado de allí y no había vuelto a verlo nunca más.


–Esas necesidades no son demasiado importantes para mí –respondió con una mezcla de tristeza y temor en la boca del estómago–. Desde luego son mucho menos importantes que otras cosas.


Pedro se apoyó en la mesa y borró cualquier pensamiento de la mente de Paula al apartarle un mechón de pelo de la cara –¿Cosas como ayudar a esos huérfanos? –susurró.


Su voz, su mirada y el roce de su mano le aceleraron el corazón y borraron cualquier rastro de tristeza o de temor. 


Pero en ese momento vio de reojo el destello de un flash y Pedro lo vio también.


Su acompañante apartó la mano de su rostro, se puso en pie y cruzó toda la terraza hasta llegar al hombre que había hecho la foto. Sin decir una palabra, le quitó la cámara de las manos y apretó un botón, sin duda el de «borrar», antes de devolvérsela a su sorprendido dueño.


–Si intenta volver a hacerlo, lo demandaré –amenazó en un tono que solo un tonto se habría tomado a la ligera–. Veo que todavía no les han traído la cena. Les aconsejo que avisen al maître y se vayan a cenar a otra parte.


Una vez dicho eso, Pedro volvió junto a Paula sin molestarse siquiera por mirar si el hombre y su acompañante seguían su consejo. Apenas unos segundos después, la pareja recogió sus cosas y salió de allí.


–¿Te pasan estas cosas a menudo? –le preguntó Paula.


–Lo bastante para estar aburrido de ello –respondió con cansancio–. Pero no voy a dejar que nos estropee la comida.


Sin embargo sí había conseguido estropear el ambiente que había habido entre ellos hasta que aquel tipo había hecho la tontería de fotografiarlos.Paula se dijo a sí misma que debería sentirse agradecida de que fuera así, pero curiosamente no era eso lo que sentía en absoluto. En la mirada de Pedro había aparecido un brillo de inquietud y su postura parecía tensa por mucho que dijera que no iba a permitir que el incidente les estropeara la comida. Lo ocurrido le había permitido atisbar el lado negativo de la fama y le hizo lamentar ligeramente el haberlo abordado el día anterior.


–¿Pedro? –él la miró con cautela–. Si prefieres que nos vayamos, podemos vernos mañana. Sé que te he presionado mucho y es cierto que tu ayuda urge, pero todavía voy a quedarme en el Algarve por lo menos una semana y media más.



****


Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Pedro había dejado a un lado los compromisos que suponía dirigir un negocio de éxito para poder dedicar toda su atención a disfrutar del momento. Había querido olvidarse de que era un empresario y vivir como un joven despreocupado para disfrutar de la agradable compañía de Paula. Pero aquel tipo tan desconsiderado lo había estropeado todo y le había hecho darse cuenta de que no podía permitirse actuar con despreocupación. Y ahora Paula le preguntaba si prefería dejar su encuentro para otro día.


Una idea que no quería contemplar siquiera. Lo cierto era que le gustaba cómo se sentía con ella y quería más… mucho más.


–No quiero irme a ninguna parte, ni dejar la comida para otro día –y, para recalcar dicha decisión, hizo un gesto para llamar al camarero–. ¿Te parece bien que pida por los dos? 
–le preguntó a Paula cuando llegó el camarero para tomar nota–. Estoy seguro de que te va a gustar.


–Adelante –respondió ella suavemente, sorprendida de que quisiera quedarse después de todo.


Pedro pidió una botella de vino tinto típico de la región, pensando que quizá a su acompañante le fuera bien tomar una copa para relajarse y esperando que pudieran recuperar el ambiente que había reinado unos minutos antes.


–Siento que ese desconsiderado te haya puesto en tensión –comentó cuando se hubo marchado el camarero–. Hay gente que no se da cuenta de que todo el mundo necesita un poco de intimidad.


–Yo también violé dicha intimidad ayer mismo y te confieso que no desearía tener que aguantar ese tipo de cosas todo el tiempo. Me he dado cuenta del privilegio que supone ser anónimo y poder moverse libremente sin que a nadie le importe.


–Tienes suerte de no necesitar el reconocimiento para sentirte valorada.


Ella lo miró con gesto de incomprensión.


–¿Es que tú lo necesitas? –le preguntó sin rodeos.


Aunque jamás lo confesaría a nadie, lo cierto era que a veces sí necesitaba del reconocimiento de los demás. Era un rasgo muy doloroso de su personalidad, pero quizá también inevitable en un hombre al que su padre había abandonado de niño en un orfanato porque no había sido capaz de cuidarlo solo tras la muerte de su madre.


–¿Te parezco una persona que busque la aprobación de los demás? –le preguntó con un poco más de fuerza de la deseada.


–No lo sé. Acabo de conocerte.


Una vez más, la luminosa mirada azul de Paula lo desconcertó y le hizo pensar que quizá intuyera más sobre él de lo que Pedro habría querido.


–Pero supongo que no es fácil moverse en este mundo, especialmente siendo famoso. Debe de ser como interpretar un papel y no poder ser tú mismo realmente, ¿no? La gente cree que lo que te define como persona es tu reputación y tu éxito.


–¿Qué es lo que has oído exactamente sobre mi reputación?


Ella volvió a arrugar el entrecejo, como si le preocupara que le hubiera hecho esa pregunta.


–No leo los periódicos muy a menudo e intento no creerme todo lo que dicen sobre la gente.


–Pero está claro que has oído ciertas cosas sobre mí.


–He oído que nadie puede tener tanto éxito sin ser un poco despiadado… Pero eso es algo que dicen de muchos hombres de negocios, ¿verdad?


–¿Y tú qué crees? ¿Piensas que soy despiadado?


–Ya te he dicho que no creo a pies juntillas todo lo que leo, sino que trato de formar mi propia opinión sobre las personas. No te conozco lo suficiente para saber si eres despiadado o no, pero sí sé que la prensa tiene sus propios objetivos y contar la verdad no siempre es el principal. ¿Ves a lo que me refiero? Todo el mundo interpreta su papel, incluyendo los periodistas. ¿Por qué no bastará con ser como somos? El problema es que la gente tiene miedo a bajar la guardia porque, si lo hicieran, tendrían que mostrarse como son y eso es algo que no se promueve mucho en nuestra cultura.


–En el mundo de los negocios sería un auténtico suicidio bajar la guardia frente a la competencia –declaró Pedro después de tomar un sorbo de vino.


Ella se echó la melena a un lado, sin imaginar que eso atraería la mirada de Pedro hacia sus hombros y sus brazos. Después le dedicó una sonrisa tan dulce que le dio un vuelco el estómago.


–No si uno está seguro de su capacidad para hacer bien las cosas, al margen de lo que haga la competencia. Tengo la impresión de que es más fácil tener éxito sin estar siempre preocupándose de lo que piensen los demás de uno, porque así se tiene más libertad para hacer lo que se quiera.


Pedro soltó una carcajada completamente sincera que provocó la sonrisa de algunos de los presentes.


–No pretendía que sonara gracioso.


Su ingenuidad resultaba tan adorable que Pedro sintió un repentino deseo de besarla y borrar de sus labios hasta el último rastro de carmín. Pero empezaba a sospechar que ni siquiera eso bastaría para saciar su deseo.


–No me reía de ti –aseguró él–. Más bien todo lo contrario. No sabes lo gratificante que es oír a alguien decir la verdad para variar. A veces en mi vida profesional me resulta muy difícil saber en quién confiar precisamente por la falta de sinceridad, incluso entre mis colaboradores más cercanos. 
Quizá deberías dedicarte a los negocios, Paula, e insuflar un poco de autenticidad a este mundo.


–Ahora sí que te burlas de mí –protestó ella, pero no pudo evitar contener una sonrisa–. Me temo que soy la persona menos indicada para ese mundo. No soy lo bastante ambiciosa, ni inteligente. Siempre he querido dedicarme a ayudar a los demás.


–No creo que no seas inteligente. Fuiste a la universidad y se supone que tienes un título.


–¿Y qué? Todo el mundo puede memorizar un montón de información y soltarla como te piden que lo hagas, pero eso no quiere decir que seas inteligente, al menos no con mi manera de entender el mundo.


La llegada de la comida le ofreció a Marco Pedro la pausa necesaria para evaluar sus sentimientos porque, cuanto más tiempo pasaba en compañía de aquella sorprendente mujer, más cautivado se sentía por su inteligencia y su belleza sencilla… y más aumentaba el deseo de llevársela a la cama y conocerla más a fondo.


Cuando se hubieron marchado los camareros, Marco levantó su copa y dijo:
–Saúde –sonrió–. A tu salud.


–Y a la tuya –respondió ella tímidamente antes de llevarse la copa a los labios.



****


Paula se quedó sola en la sala mientras Pedro iba a ver si Inês podía prepararles algo de cena para más tarde. Tenía la sensación de estar viviendo el sueño de otra mujer. Había disfrutado de una comida increíble en un restaurante con vistas al mar con el hombre cuya imagen no dejaba de salir en las revistas de estilo del mundo entero. Aunque se pellizcara, le costaba trabajo creerlo. Muchas mujeres pagarían por tener el privilegio de mirar, admirar y escuchar simplemente a Pedro Alfonso.


Hacia la mitad de la comida, y quizá por culpa del vino, Paula se había dado cuenta de que empezaba a sentirse muy atraída por él y eso le parecía sencillamente aterrador. Era absurdo. Seguramente no había ni una sola cosa que tuvieran en común.


Al sentarse en una de las cómodas butacas de la sala se le había echado encima todo el cansancio acumulado a lo largo del día. Debería volver a casa porque era evidente que aún no se había recuperado del agotamiento que le había provocado el viaje a África. Tenía que aprovechar las vacaciones para descansar y para eso debería irse inmediatamente.


Intentó levantarse, pero no le respondieron las piernas y lo que acabó haciendo fue recostarse aún más en la butaca. 


Un segundo después estaba completamente dormida.


–Tranquilo, pequeño, ya estoy aquí. Te prometo que me quedaré abrazándote hasta que te duermas.


Sujetando al bebé con un brazo, se llevó la otra mano a los ojos para secarse las lágrimas. Cada día que visitaba el orfanato y veía las caras de esperanza y tristeza de los niños se le hacía más difícil marcharse. Se había encariñado especialmente con un bebé al que había agarrado por primera vez en brazos unos días antes, después de que su madre muriera de sida. Desde entonces, cada vez que llegaba iba directa a él. Era tan fácil quererlo, eso era lo más desgarrador. Aquel niño merecía tener unos padres que lo quisieran. ¿No habría una pareja en la zona que pudiese adoptarlo? Dios, qué calor hacía. Jamás podría acostumbrarse a aquellas temperaturas.


Al abrir los ojos, Paula se sorprendió de ver que no estaba en África, sino en la elegante mansión de Pedro Alfonso. 


Se incorporó y tuvo que llevarse la mano a la cabeza porque aquel simple movimiento le había hecho marearse. Fue entonces cuando vio un par de ojos marrones que la miraban con preocupación.


–Lo siento –murmuró, avergonzada–. No sé qué me ha pasado… supongo que he bebido demasiado vino.


–Estabas soñando –le dijo Pedro en voz baja, poniéndose de cuclillas frente a ella para apartarle un mechón de la cara–. Estabas preocupada. ¿Quieres contarme qué has soñado?


–Creía que estaba en África –intentó sonreír, pero tenía el pulso tan acelerado por su proximidad que más bien le salió una mueca.


–Parecía que estabas consolando a un niño.


–A un bebé –confirmó Paula–. Se llama Azizi, el nombre se lo pusieron los cuidadores del orfanato. Significa «amado».


El nudo que se le hizo en el pecho al oír aquello obligó a Pedro a ponerse en pie. No podía negar lo conmovido que estaba por la emoción y el cariño que mostraba por un bebé que ni siquiera era su hijo. Cuánto habría deseado de niño tener cerca a alguien que fuera al menos la mitad de cariñoso con él. Quizá entonces no se habría sentido tan aislado.


Algún día sería una magnífica madre. Pedro envidió de pronto al hombre que tuviera hijos con ella.


–Esperemos que su nombre augure cómo va a ser su vida –comentó mientras iba hasta la puerta que conducía a la terraza. Al llegar allí, se dio media vuelta y volvió a mirarla. 


Tenía el pelo alborotado tras la siesta. Pedro tuvo que cruzar los brazos para controlar el deseo que amenazaba con apoderarse de él–. Cuando he entrado aquí y te he visto, pensé que estaba ante la Bella Durmiente–. Debería haberme imaginado que era el príncipe y haberte despertado con un beso.


La vio abrir los ojos de par en par.


–Pero no lo has hecho –susurró.


El deseo se hizo aún más intenso.


–¿Te habría gustado que lo hiciera? –la voz que salió de su boca le sonó extraña e intensa hasta a él.


Paula se puso en pie de un salto y se colocó la ropa y el pelo.


–Debería irme. Me parece que es mejor que no me quede a cenar. Ya te he hecho perder mucho tiempo.


–No puedes irte –respondió Pedro de inmediato pues sabía que sin ella la casa le parecería una cárcel asfixiante y lujosa. Paula era algo más que una ráfaga de aire fresco; lo tenía completamente fascinado y no sabía qué hacer con los sentimientos que había desatado en él. Jamás había experimentado una atracción tan intensa hacia una mujer a la que apenas conocía.


–¿Cómo que no puedo irme?


–Inês ya ha empezado a prepararnos la cena.


–Pero si acabamos de volver de la comida –pero al mirar el reloj, meneó la cabeza, sorprendida–. Son más de las siete y hemos salido del restaurante a las cuatro y media. No me digas que he dormido más de dos horas.


–Es obvio que necesitabas descansar. Por aquí no es nada extraño echarse la siesta después de comer.


–Deberías haberme despertado. ¿Qué vas a pensar de mí?


Le sorprendió que pareciera tan preocupada porque la mayoría de las mujeres habrían querido sacar provecho de cualquier oportunidad de estar más tiempo con él. Pero Paula no. Sin pararse a pensarlo, Pedro se acercó a ella, le puso una mano en cada brazo y la miró tratando de desplegar todo el encanto que le atribuían los periodistas. Y en ningún momento se sintió culpable por utilizarlo.


–Habría sido un crimen despertarte. Parecías tan a gusto.
 Además, mientras te veía dormir me ha dado tiempo a pensar en lo de ayudar a tu organización y me complace decirte que hoy mismo te daré un cheque con el que pagar la construcción del nuevo orfanato. Incluyendo todos los gastos que conlleve.


–¿Desde comprar el terreno y los materiales de construcción hasta la propia construcción?


–Eso es lo que querías, ¿no?


–Sí, pero no esperaba que lo hicieras. ¡Dios mío, es increíble! Me dan ganas de… besarte.


En sus mejillas apareció un intenso rubor y en sus labios, la sonrisa más fascinante que Pedro había visto en su vida.


–No seré yo el que proteste –bromeó.


–Pero… ¿has dicho que has estado viéndome dormir? ¿Por qué?


Pedro se encogió de hombros.


–Ningún hombre desperdiciaría la oportunidad de admirar tal belleza desplegada ante sus ojos –dedicó un par de segundos más a mirarla fijamente a los ojos antes de apartar las manos de ella y dar un paso atrás, un paso pequeñito. Sintió un hormigueo en las manos simplemente porque la había tocado.


Paula no pudo disimular la sorpresa que le causaron sus palabras, ni tampoco la incomodidad que sentía.


–¿De verdad me vas a dar un cheque? –le preguntó y, cuando él asintió, sonrió de nuevo–. No puedo creerlo. No sabes lo que significa esto para esos niños y para la gente que los cuida.


–Creo que sí lo sé –se aventuró a decir mientras recordaba los largos días que había pasado en el orfanato, ansiando un poco de atención y cariño que nunca recibió. «Al menos ahora puedo hacer algo para que otros niños tengan una infancia mejor»–. ¿Por qué no vamos a mi despacho y lo dejamos todo resuelto antes de la cena?


Pedro se dirigió a la puerta con una enigmática sonrisa en los labios, pensando en lo que iba a proponerle a Paula nada más le diera el cheque. Una propuesta muy poco convencional.



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