jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 12



La lluvia golpeaba con fuerza el asfalto. Si bien debería haberle resultado refrescante después del largo periodo de calor que había vivido en el Algarve, el ánimo de Pedro era demasiado sombrío como para importarle si llovía o no. Con la mirada clavada en las calles de aquel barrio que nunca había tenido motivos para visitar sintió que se le secaba la idea y se le aceleraba el pulso ante la perspectiva de volver a ver a Paula después de seis interminables semanas. 


Estaba desanimado porque aquella separación había sido para él como una sentencia de muerte durante la que le había sido imposible concentrarse en el trabajo y había reaccionado como una fiera cada vez que algo no le salía bien.


En esas largas semanas la había llamado varias veces a su teléfono móvil sin ningún éxito y, mientras intentaba no dejarse llevar por la preocupación, había probado suerte con la oficina de la organización humanitaria en Londres. La directora se había mostrado inflexible, negándose rotundamente a darle ningún tipo de información sobre Paula por no formar parte de su familia. Ni siquiera había logrado que le dijera cuándo regresaba.


Pedro habría querido gritarle que tenía intención de convertirse en su familia si ella lo aceptaba, pero no lo había hecho. Lo que había hecho finalmente había sido llamar a casa de sus padres y había sido su padre, Gabriel, el que por fin le había informado, aunque vacilante, de que Paula había caído enferma después de trabajar hasta el agotamiento y que, tras una semana en un hospital de la zona, iban a trasladarla a Londres.


De eso hacía ya una semana. Gabriel Chaves le había aconsejado que esperara unos días antes de ir a verla porque, según él, necesitaría un tiempo para aclimatarse y recuperar las fuerzas antes de poder recibir visitas.


Aquella última semana había sido otra dura prueba, pues en esos siete días no había podido saber si la salud de Paula estaba o no mejorando. No había podido descansar un momento, pensando en que pudiera no recuperarse, en que muriera sin haber tenido oportunidad de decirle lo que sentía por ella. Por eso, mientras Miguel aparcaba frente a la casa de ladrillo rojo de los Chaves, Pedro hundió el rostro entre las manos y rezó con todas sus fuerzas.


Más de una vez durante esos días había recordado que Miguel había perdido a su gran amor por culpa de una enfermedad terminal. ¿Por qué no se habría ido a África con ella? Si hubiese podido dejar de pensar que estaba abandonándolo y se hubiese dado cuenta de que en realidad lo que iba a hacer era un acto de profunda generosidad que merecía toda su admiración y su respeto…


En su defensa solo podía decir que el cambio de planes lo había desconcertado y destrozado.


–Deus!


–Hemos llegado, senhor Alfonso –anunció Miguel abriéndole la puerta del coche.


El hombre que se había convertido en un verdadero amigo para él desde la marcha de Paula le ofreció un paraguas y una sonrisa de comprensión.


–Lo esperaré en el coche.


–Gracias –aceptó el paraguas y caminó bajo la lluvia hasta la puerta roja de la casa.


Después de presentarse ante el padre de Paula, siguió a aquel hombre serio pero amable hasta una sala donde le dijo que su hija se encontraba descansando.


Se le cortó la respiración al verla. Estaba sentada frente a un ventanal, con la espalda muy recta, la mirada clavada en el jardín y el cabello sobre los hombros. Llevaba un suéter blanco y pantalones vaqueros y parecía una frágil figurita de porcelana; un movimiento en falso y se rompería en pedazos imposibles de recomponer.


El temor le revolvió el estómago.


–¿Paula? –Gabriel Chaves se acercó a su hija y le puso una mano en el hombro–. Tienes visita.


–¿Quién es? –al mismo tiempo que hacía la pregunta, se daba la vuelta y sus ojos se encontraban con los de Pedro–. Dios mío…


No fue una exclamación, pero era evidente que su presencia allí le había afectado tanto como a él verla a ella.


–Te llamé varias veces… –comenzó a decir, pero la emoción lo golpeó de pronto, dejándolo sin voz y sin palabras. Tenía tantas cosas que decirle que no sabía por dónde empezar.


–Será mejor que os deje hablar tranquilos. Cuando queráis, mamá nos preparará una buena taza de té.


–Gracias, papá.


Gabriel Chaves salió de allí después de darle un beso en la frente a su hija.


Paula esperó hasta que hubo cerrado la puerta para volver a mirar a Pedro y sonreír. Su sonrisa era tan deslumbrante como siempre, a pesar de parecer mucho más frágil.


–No puedo creer que estés aquí –dijo en voz baja.


–¿Qué tal estás? Has perdido peso y no tienes buen aspecto –le dijo, molesto consigo mismo por no poder controlar la emoción que sentía.


–Solo necesito descansar para recuperar fuerzas.


–No debería haber dejado que te fueras.


–¿Pedro?


–¿Qué?


Paula sonrió con una ternura que él no se creía merecer y le agarró la mano.


–Me alegro tanto de que hayas venido a verme. Tenía miedo de que me hubieras olvidado.


–¿Estás loca?


La levantó con mucho cuidado y la abrazó, apretándola contra su pecho como si necesitara comprobar que no era producto de su imaginación. Y al tenerla cerca creyó morir de alegría y de alivio, aunque también le preocupó lo poco que abultaba. ¿Acaso no había comido nada en las últimas seis semanas?


–¿Crees que podría olvidar el sol, el cielo, la luna y las estrellas? Ángel mío, tú para mí eres todo eso y más.


Paula levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas.


–No llores, pequeña… No soporto verte llorar.


–Lloro de felicidad.


Su intención era darle solo un suave beso para no agobiarla, pero en el momento en que sintió el roce de sus labios no pudo contenerse. Se apoderó de su boca hasta arrancarle un gemido de placer y, al comprobar que respondía con igual pasión, se olvidó del miedo que lo había torturado desde que se había enterado que había caído enferma. 


Poco a poco, el ardor fue dejando paso a la ternura.


–Yo también estoy muy feliz de estar aquí –le dijo él después de un rato–. Desde que te fuiste he estado completamente perdido… ¿Por qué no contestaste nunca a mis llamadas?


–Porque perdí el teléfono al día siguiente de llegar a África y desde el momento que llegué al orfanato no tuve tiempo ni energía para hacerme con otro. Por eso no respondí. Pero te juro que pensaba en ti todos los días, Pedro. Cada vez que tenía un momento, y no fueron muchos, pensaba en ti. No debería haberme ido como me fui.


Hizo una pausa para secarse las lágrimas que le empapaban las mejillas.


–Es cierto que me necesitaban, pero aún no me había recuperado del viaje anterior y lo noté en cuanto llegué. Con tan poca gente trabajando, la situación era casi insostenible. Fui una arrogante al pensar que podría cambiar las cosas. Si hubiese hecho un poco más de caso a mi cuerpo y menos a mi corazón, no me habría puesto enferma.


Pedro le apartó el pelo de la cara.


–Escucha, lo que hiciste fue lo más generoso y desinteresado que podría hacer nadie. Yo no tenía derecho a intentar hacerte cambiar de opinión. No fuiste arrogante; de hecho, estoy seguro de que cambiaste muchas cosas. Seguro que los niños se sintieron mejor teniéndote allí. Por cierto, ¿algún otro niño o trabajador sufrió las fiebres?


–Una niña de unos cuatro años –Paula meneó la cabeza, como si el recuerdo aún le afectase–. Pero por suerte parecía estar recuperándose cuando yo me fui.


–¿Y qué te han dicho los médicos a ti? –tenía miedo de preguntarle por si le daba malas noticias. Apenas pudo respirar mientras aguardaba su respuesta.


–Que sufro de agotamiento físico y nervioso. Yo no tuve fiebres, pero el calor me quitó las fuerzas. Contábamos con muy pocos recursos, así que atender a los niños era más difícil que nunca. Perdí por completo el apetito, lo que empeoró aún más las cosas, y una mañana me desmayé. Cuando desperté ni siquiera podía levantarme. Mis compañeros me dijeron que deliraba y por eso me llevaron al hospital. Pero ya ha pasado. Solo necesito descansar unos días y volveré a estar como una rosa.


Pedro no estaba tan seguro. Tenía ojeras y estaba demasiado pálida.


–¿Tienes pensado quedarte mucho tiempo en Inglaterra? –le preguntó ella con cierto nerviosismo.


–¿Crees que me voy a ir a Portugal dejándote así?


–No lo sé. No tengo ni idea de lo que vas a hacer. ¿Cómo voy a saberlo?


–Parece que fueras a llorar otra vez. Quizá no te hace bien que esté aquí.


–No quiero que te vayas –le dijo rápidamente–. Seguramente no debería decírtelo porque debes de estar harto de mis exigencias. Siento mucho haber intentado obligarte a enfrentarte al pasado. Yo no tengo ni idea. A veces pierdo la cabeza y pienso que puedo ayudar a todo el mundo. Sé que es una locura –admitió con una tenue sonrisa–. Supongo que me parezco a mis padres más de lo que creía


–Querer ayudar no es ninguna locura. A mí me ayudaste al hacer que dejara de huir del pasado. No me obligaste a hacerlo; simplemente me inspiraste. Yo quise enfrentarme a mis demonios. Ojalá hubiera más gente como tú en el mundo, Paula.


–Ya te he dicho en otras ocasiones que hay mucha más gente así. Escucha… sé que estás muy ocupado y seguramente estés impaciente por volver al trabajo y… también sé que te decepcioné, pero me gustaría que te quedaras un poco.


Pedro respiró hondo y volvió a acariciarle la cara.


–No tengo ninguna prisa por marcharme. Tú no me decepcionaste. Estabas cumpliendo tu sueño y eso es algo contra lo que no puedo decir nada porque me he pasado la vida intentando hacer realidad mis sueños. Pero ahora mismo lo único que me importa es saber que estás bien y, por lo que he visto hasta ahora, no lo estás en absoluto, así que no pienso hacer otra cosa que quedarme contigo hasta que estés completamente recuperada. He reservado una habitación en un hotel cerca de aquí, así que me tendrás a mano siempre que me necesites. Pero antes me gustaría hablar con tu padre si fuera posible.


Paula abrió los ojos de par en par.


–¿Para qué?


–Me gustaría que me contase detalladamente lo que han dicho los médicos y recomendarle a uno de mis médicos. Si te parece bien, claro.


Paula se dio media vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho.


–No hace falta que me padre te dé ningún detalle porque ya te he contado yo lo que han dicho los médicos. Tampoco necesito ver a ningún otro doctor. Ya te he dicho que solo necesito descansar.


Había algo más. Pedro se dio cuenta en cuanto la vio darse la vuelta y rehuir su mirada.


–Me estás ocultando algo… ¿qué es?


–Nada –volvió a sentarse y a apoyar las manos en los reposabrazos.


Afuera seguía lloviendo a cántaros y el viento golpeaba los cristales del ventanal.


–Si no quieres decírmelo, tendré que preguntárselo a tu padre.


Ella volvió a mirarlo y no pudo disimular el miedo.


–No hace falta que hables con él. Verás… al hacerme las pruebas en el hospital, apareció algo que ninguno esperába.


–¡Por Dios, Paula, dímelo ya! No sabes la tortura que me estás haciendo pasar.


La vio llevarse la mano al vientre y de pronto se quedó blanca como la leche. Estaba ya cerca de ella cuando se derrumbó en la silla.


–¡Paula! ¡Despierta! Meu Deus! –se agachó frente a ella y le buscó el pulso.


Pero entonces abrió los ojos y lo miró con gesto confundido.


Pedro –murmuró–. ¿Qué ha pasado?


–Te has desmayado, Paula. Deberías estar en la cama. 
¡Tienes las manos heladas! –se las frotó con fuerza.


La cabeza le daba vueltas en busca de soluciones. Le daba igual lo que dijera ella, hablaría con su padre. No soportaba la idea de perderla ahora que se había dado cuenta de que no podía vivir sin ella.


–Estoy bien.


–¡Deja de decir eso porque está claro que no es cierto! –no podía dejar de mirarla por miedo a que volviera a desmayarse–. Te has llevado la mano al vientre como si te doliera. ¿Es así, Paula? ¿Qué es lo que te duele exactamente?


A sus labios se asomó una ligera sonrisa.


–No me duele nada, solo era una náusea. ¿Puedes pasarme el vaso de agua que hay en la mesa?


Pedro se lo dio y la observó mientras bebía.


–Es normal tener náuseas durante el embarazo –anunció con sorprendente naturalidad–. Especialmente en el primer trimestre.


–¿Qué has dicho?


–Te estoy diciendo que tengo náuseas porque estoy embarazada.


Paula vio el asombro reflejado en los rasgos perfectos de su rostro Si no hubiese estado tan débil, le habría asegurado que no tenía por qué preocuparse… no pensaba exigirle que se casara con ella, ni ninguna otra locura. Había muchas mujeres en el mundo que criaban a sus hijos solas y eso era lo que haría ella si él no quería implicarse.


Se había quedado completamente pálido, lo que hacía pensar que no le parecía precisamente una buena noticia.


Paula lamentó habérselo dicho; debería haber esperado hasta tener las fuerzas necesarias para afrontar que no quisiera aceptar la responsabilidad de ser padre…


Unos segundos después, cuando parecía haber asimilado la noticia, Pedro le agarró ambas manos y la miró a los ojos.


–El niño es…


–No te atrevas a preguntarme si es tuyo –explotó Paula, ofendida.


–No se me ocurriría hacerlo –aseguró él con una sonrisa en los labios–. Voy a ser padre.


–Así es. ¿Te importa?


–¿Que si me importa?


–Una vez me dijiste que no tenías ni idea de lo que era ser padre porque no habías contado con ningún ejemplo.


–Es cierto. Pero nunca dije que no estuviese dispuesto a aprender cuando apareciera la mujer perfecta.


El corazón le dio un vuelco al oír eso último.


–¿Yo soy la mujer perfecta?


–Te tenía por inteligente… pero si todavía no te has dado cuenta, supongo que tendré que decírtelo más claramente.


Lo miró sin decir nada, observando cada rasgo de su rostro, preguntándose cómo había podido vivir tanto tiempo sin verlo, pero aún con cautela.


–Veo que por una vez en la vida te has quedado sin palabras –bromeó Pedro mientras le acariciaba los labios–. Te amo, Paula. Te has convertido en lo más importante de mi vida, en lo único sin lo que no podría vivir. Eres la persona más valiente, cariñosa y leal que he conocido.


Paula tenía los ojos llenos de lágrimas desde que le había oído decir que la amaba. ¿Tenía derecho a ser tan feliz? Con todo el dolor que existía en el mundo, era increíble tener la suerte de poder disfrutar de tanta felicidad.


–Yo a ti también te amo, Pedro. Te quiero más de lo que podrías imaginar y prometo dedicar el resto de mi vida a demostrártelo.


–¿Estáis ya preparados para esa taza de té? Tu madre se muere de impaciencia.


Su padre asomó la cabeza justo cuando iban a abrazarse. 


Paula miró a Pedro a los ojos y se echó a reír.


–Que nos deje solo cinco minutos más –le pidió Pedro al oído, pero antes de que Paula pudiera darle el mensaje a su padre, le dijo–: Cásate conmigo.


Y luego la besó apasionadamente.





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