jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 5




Paula no respondió inmediatamente. Pedro sabía que era un hombre impaciente, pero la tensión que sentía en el pecho mientras aguardaba a su contestación era como un hierro que apenas le permitía respirar. Ninguna mujer había rechazado nunca una invitación suya… ¿sería aquella atractiva inglesa la primera?


Por fin levantó la mirada hasta él y esbozó una tímida sonrisa.


–Mi respuesta es… que sí. Debo serte sincera… La razón por la que acepto tu invitación es que… –mientras se mordía el labio inferior, sus mejillas adquirieron un intenso tono rojizo.


–Sigue, por favor –le suplicó Pedro.


–Me he dado cuenta de que me siento atraída por ti. Si no fuera así, ni siquiera me lo habría planteado, por muchos alicientes que me ofrecieras. Además, creía que iba a pasar sola todas las vacaciones y ahora tengo alguien con quien disfrutarlas… me siento agradecida.


Ya le había dicho varias veces lo gratificante que le parecía que fuera tan sincera, pero nunca antes había sido tan importante para él. Sabía perfectamente lo que le estaba pidiendo y había aceptado porque se sentía atraída por él. 


No se había andado con coqueterías y falsas reticencias; había admitido que él le gustaba. Ahora solo tenían que dejar que la naturaleza siguiera su curso. Y Pedro no tenía la menor duda de que lo haría.


–Me alegro mucho de que hayas aceptado, Paula. Lo único que tenemos que hacer ahora es pasarlo bien y conocernos mejor –se puso en pie, la agarró de las manos y la levantó también–. Vienes perfectamente vestida para lo que tengo planeado para hoy. Me habían invitado hace tiempo a una fiesta al aire libre que celebra hoy un viejo amigo. En aquel momento le dije que ni siquiera sabía si estaría en Portugal, pero ahora que estoy aquí y te tengo a ti como acompañante… creo que estaría bien ir.


–¿Una fiesta al aire libre?


–Ya sabes… champán, comida rica, música de fondo, seguramente interpretada en directo, conversación agradable… –le dijo sin soltarle las manos y sin dejar de sonreír–. ¿No te parece la mejor manera de empezar nuestras vacaciones juntos?


–Suena todo muy lujoso. Las fiestas al aire libre en las que yo he estado hasta ahora son básicamente las que organizan mis padres con familiares y amigos. Nada de música en directo, aunque sí suele haber risas y conversación, y niños jugando y corriendo por el césped recién cortado –hizo una mueca y soltó las manos para estirarse el vestido–. Perdona… Hablo demasiado porque estoy nerviosa.


–¿Tanto te intimido? –había conseguido despertar su curiosidad con esa descripción de las fiestas de sus padres y también una ligera envidia hacia esa vida tan normal y aparentemente feliz–. Me gustaría que te relajaras y te comportaras tal como eres conmigo. No quiero que sientas ningún tipo de recelo hacia mí porque entonces te pondrás en guardia y eso es lo último que quiero.


–Nunca había conocido a nadie como tú, Pedro –la oyó tomar aire antes de continuar–. Ni tampoco he estado nunca entre ricos y famosos. Voy a intentar no sentirme intimidada por ti y por todo lo demás, pero tengo que reconocer que va a ser todo un reto. Yo vengo de un entorno muy corriente. Todavía no comprendo que quieras pasar tus vacaciones con alguien como yo. Tienes que conocer un montón de mujeres mucho más… adecuadas.


–Si conocieses a esas mujeres tan «adecuadas», ni siquiera me harías esa pregunta.


Pedro se cruzó de brazos porque acababa de darse cuenta de que se sentía despojado desde que Paula había retirado sus manos. Ansiaba tenerlas de nuevo entre las suyas y es que, en solo dos días, el roce de su piel se había convertido para él en toda una adicción.


–Tengo que ir a buscar a José, mi guardaespaldas. Siento que tengamos que ir con compañía, pero estoy seguro de que va a haber muchos paparazzi y pueden resultar muy agobiantes, incluso para los que ya sabemos de lo que son capaces de hacer para conseguir una foto. Así que siéntate aquí y disfruta del sol. Yo volveré enseguida.



****


Bueno… ya lo había hecho. Había aceptado la sorprendente invitación de Pedro Alfonso para pasar el resto de las vacaciones con él a sabiendas de que estaba aceptando tener también una aventura.


Solo con pensarlo le temblaban las rodillas, pero se dio cuenta de que no era esa debilidad provocada por el miedo. Más bien al contrario. La sacudió un escalofrío de excitación. 


A sus veinticinco años no había tenido ningún amante. 


Había sido ella la que había mantenido a distancia a los hombres desde el incidente con su novio, pero a menudo había deseado saber cómo sería hacer el amor con alguien que la cuidara de verdad. En el fondo deseaba encontrar a un hombre que la amara con todo su corazón, pero quizá, si no se dejaba bloquear por el miedo a que volvieran a hacerle daño, aquella experiencia con Pedro podría ser un paso importante para acabar para siempre con las sombras del pasado. Desde luego, eso era lo que ella esperaba.


Todavía no podía creer lo que le estaba pasando. Lo importante ahora era intentar sentirse más segura de sí misma y disfrutar de todo, incluyendo cualquier
situación que pudiera intimidarla, cosas que ocurrirían a menudo en los próximos días por el mero hecho de estar con un hombre tan admirado.


Para afrontar dichas situaciones trataría de recordar que, cuando aquello acabara, que sería muy pronto, volvería a Londres a su vida de siempre. Lo positivo era que volvería al trabajo sabiendo que, gracias a Pedro, la organización dispondría de los fondos necesarios para construir el nuevo orfanato. Eso cambiaría profundamente la vida de aquellos niños. En comparación, todo lo demás carecía de importancia.


Se sentó de nuevo en la butaca, cerró los ojos y de pronto resonaron en su mente las palabras de Pedro: «Si mientras estamos juntos, tú también te sintieras atraída por mí, sí… me encantaría acostarme contigo». Ya había admitido que se sentía atraída por él; ahora solo tenía que dejar que las cosas fluyeran y ver qué pasaba. Parecía muy fácil, pero Paula sabía que no lo era en absoluto.


Al abrir los ojos posó la mirada en la imponente imagen de su figura alta y atlética caminando hacia la casa con paso firme.



****


Durante el trayecto en coche hasta la casa de su amigo, Pedro iba mostrándole lugares emblemáticos del paisaje portugués. Había en su voz un claro orgullo, pero Paula detectaba algo más, algo que le hacía pensar que le suponía cierto conflicto disfrutar de su bello país y eso la intrigó. Claro que lo cierto era que, cuanto más tiempo pasaba con él, más la intrigaba todo lo relacionado con Pedro Alfonso. Cuando se inclinaba sobre ella para señalarle algo interesante por su ventanilla, Paula respiraba hondo para empaparse bien del aroma de su caro perfume y todo en su cuerpo se ponía en tensión, quizá para contener el creciente deseo de tocarlo.


–Ya estamos aquí.


Miguel, al que acompañaba en el asiento del copiloto el corpulento José, llevó el Mercedes hasta unas impresionantes puertas de hierro ante las que había apostados un montón de fotógrafos haciendo guardia con sus sofisticadas cámaras.


–No tienes nada de que preocuparte, meu querida –le dijo Pedro al notar su tensión–. Con un poco de suerte, harán las fotos y luego nos dejarán en paz. Y, si no es así, José se encargará de que lo hagan.


En sus ojos había algo de picardía que hizo que volvieran a temblarle las rodillas, esa vez de placer.


En cuanto el coche se detuvo frente a las puertas, los fotógrafos se abalanzaron sobre el vehículo. José se había bajado del vehículo y, a pesar de las protestas, gritos e incluso empujones de los paparazzi, no tardó en ahuyentar a los que, literalmente, se habían subido encima del capó para intentar retratar a Pedro y a su acompañante.


Con el corazón en un puño, Paula miró por la ventanilla de cristal tintado en el mismo instante en que se disparaba el flash de una cámara que la dejó ciega durante unos segundos.


José se metió en el coche de nuevo y le dio a Miguel la orden de seguir, pues las puertas ya se estaban abriendo para volver a cerrarse apenas hubiera pasado el coche.


Pedro le preguntó a su fiel guardaespaldas si estaba bien.


–Está bien –informó después Pedro a Paula, que no había oído la respuesta de José–. Ha hecho frente a cosas mucho peores. Pero vamos a olvidarnos de los periodistas e intentemos pasarlo bien, ¿de acuerdo?


Después de recorrer metros y metros de majestuosos jardines llegaron a una mansión blanca a cuya entrada había aparcados ya multitud de coches de lujo. A Paula se le encogió el estómago ante la idea de tener que codearse con tanta gente rica e importante como Pedro. En un momento de inseguridad, se agarró el vestido con fuerza e imploró que alguien acudiera en su ayuda.


Miguel abrió la puerta y le tendió una mano para ayudarla a salir del coche. Al mirarlo y ver la amabilidad que había en sus ojos, supo que el chófer había intuido su agobio y, además de una mano, estaba ofreciéndole su apoyo.


Apenas hubo salido del vehículo, Pedro acudió a su lado y la agarró de la mano.


–Paula… esta es la casa de…


–¡Pedro!


El grito de aquel hombre hizo que los dos se dieran media vuelta. Hacia ellos se dirigía un tipo fuerte de mediana edad ataviado con un traje azul oscuro y una camisa de seda blanca con el cuello abierto. En su rostro se reflejaba una vida vivida al máximo, quizá con algunos excesos.


Fue en ese momento cuando Paula cayó en la cuenta de quién era. Lincoln Roberts. El famosísimo actor había aparecido en todos los periódicos y revistas un par de años antes al hacerse público que había entrado en una clínica de desintoxicación, como había aparecido también su romance con la jovencísima esposa de otro importante actor. 


Por eso Pedro había estado tan seguro de que aquello estaría lleno de paparazzi.


–Me alegro de que hayas podido venir, amigo mío. Francesca y yo temíamos que no vinieras. ¡Últimamente no hay quien te vea! –el actor abrazó al empresario y le dio unas palmaditas en la espalda.


–Gracias por la invitación. Tienes buen aspecto, Lincoln.


A pesar de sus palabras, Pedro parecía algo reservado y no sonreía con verdaderas ganas. Lo que sí hizo fue seguir agarrado a la mano de Paula en un gesto casi posesivo.


–Me cuido mucho más desde que estoy con Francesca. Por cierto, que vendrá en seguida, estaba empolvándose la nariz. Ya sabes cómo son las mujeres. ¿Quién es esta belleza que te acompaña? –preguntó Lincoln, mirando a Paula con interés, incluso con codicia.


Instintivamente, Paula se acercó un poco más a Pedro, buscando su protección. Por muy famoso que fuera, no le gustaba nada aquel tipo.


–Te presento a Paula Chaves –dijo Pedro.


–Bonito nombre para una bonita mujer. Encantado de conocerte, Paula.


–Lo mismo digo, señor Roberts –murmuró ella correctamente, pero apartando la mano que él parecía querer retener.


–Llámame Lincoln, querida. Aquí no nos andamos con ceremonias. Todas las fiestas que organiza Francesca son muy relajadas e informales, ¿verdad, Pedro?


–Desde luego.


–Hablando del rey de Roma… Aquí la tenemos. ¿A que está impresionante?


–Ciao, Pedro. No sabes cuánto me alegro de que hayas podido venir.


Los dos hombres se dieron la vuelta para recibir a una mujer escultural enfundada en un vestido blanco que apenas debía de dejarla respirar. Paula se fijó en el modo en que miraba a Pedro, seguramente porque tampoco se esforzó demasiado en disimular su placer al verlo.


–Tan guapo como siempre, por lo que veo. ¿A quién le has roto el corazón últimamente… como me lo rompiste a mí?


Paula esperó la respuesta con un nudo en la garganta.


–Dudo mucho que ningún hombre pueda romperte el corazón, Francesca.


Se quedaron mirando el uno al otro en un instante en el que Paula creyó ver dolor en los bonitos ojos castaños de la italiana, que enseguida reaccionó y se dirigió a ella.


–Paula, esta es Francesca Bellini, nuestra hermosa anfitriona, que se está convirtiendo en un personaje esencial del mundo de la moda. Francesca, permíteme que te presente a Paula Chaves.


–Paula… encantada de conocerte –le estrechó la mano fugazmente antes de volver a soltarla.


Era obvio que estaba cualquier cosa menos encantada, pensó Paula. Tan obvio como que entre Pedro y ella había habido algo y que la modelo habría preferido que no hubiese acabado. La idea no hizo que Paula se sintiese relajada precisamente.


A pesar de lo que había dicho Lincoln, nada en aquella fiesta le parecía relajado ni informal.


Ninguno de los invitados que veía a su alrededor habría desentonado lo más mínimo en el mismísimo palacio de Buckingham y todo denotaba un lujo y una opulencia que excedían los sueños de cualquier persona corriente, empezando por la música de Vivaldi que estaba interpretando allí mismo un magnífico cuarteto de cuerda.


–Qué música tan bonita –le dijo a la anfitriona con una sonrisa en los labios–. ¿Vamos a escucharla más de cerca, Pedro? –se atrevió a proponer.


–Claro.


–Adelante –se apresuró a decir Francesca, pero no antes de que Paula pudiera ver el gesto de celos que había en sus ojos–. Ya nos veremos más tarde, Pedro. Ve a disfrutar de la música con la bella Paula.


–Espero que no te haya molestado que haya sugerido venir a escuchar la música –murmuro Paula cuando se encontraban a una distancia prudencial.


Entonces Pedro se detuvo en seco y la miró a los ojos fijamente.


–Francesca y yo salimos juntos durante un tiempo hace unos cinco años. Prácticamente no nos vemos nunca, salvo cuando nos encontramos en algún evento social o de negocios. Si has creído que había algo más que eso, quiero que sepas que es una mujer muy ambiciosa, así que debe de estar encantada de estar con alguien como Lincoln. Desde luego el romance no le ha hecho ningún mal a su carrera.


–Es guapísima.


–¿Y?


–Nada. Me resulta un poco extraño que me hayas traído a la fiesta de una exnovia tuya. Sé que entre nosotros no hay nada, pero…


–Ya te he dicho que no hay nada de que preocuparse. ¿Podemos intentar divertirnos?


–Claro.


–Ven aquí.


De pronto la agarró de los brazos y la atrajo hacia sí hasta dejarla pegada a ese cuerpo fuerte y perfecto que Paula no había podido dejar de admirar desde que había llegado a su casa esa mañana.


–Siento la repentina necesidad de hacerte callar –bromeó con una arrebatadora sonrisa en los labios.


Unos labios que plantó sobre los de ella sin darle tiempo a reaccionar siquiera. Aquel besó provocó una cadena de sensaciones en su cuerpo, una de las cuales fue abrir los labios para dejar paso a su erótica lengua. Tuvo que agarrarse a él, poniéndole las manos en las caderas para no perder el equilibrio.


Cuando pensaba que no podría seguir controlando la ardiente respuesta de su cuerpo, Pedro le agarró el rostro entre las manos y se apartó de ella con evidente esfuerzo.


–Quería hacerte callar solo para descubrir la dulzura de tus labios, pero me has dejado asombrado con lo que has provocado dentro de mí, Paula.


Lo decía con absoluta sinceridad.


Pedro tenía la impresión de que fuera a escapársele el corazón y apenas podía creer la magnitud de la excitación que había despertado en él un simple beso. En aquel momento deseó no haber acudido a la fiesta y haberse quedado en casa, donde podría haber intentado llevársela a la cama.


Por desgracia tuvo que conformarse con pasarle el brazo por la cintura y seguir caminando pegado a ella.


–Será mejor que vayamos a disfrutar de la música.



****


Después de un buen rato escuchando Las cuatro estaciones de Vivaldi el uno al lado del otro, Pedro tuvo que alejarse para saludar a un grupo de empresarios que llevaban reclamando su atención casi desde que habían llegado.


Paula le aseguró que no le importaba quedarse sola y lo cierto era que se alegraba de poder quedarse allí, pensando en el increíble beso de Pedro. Había sido una auténtica revelación descubrir que podía disfrutar de un beso, y de qué manera lo había disfrutado. Le entraba calor solo de recordarlo.


Estaba abanicándose con la mano cuando se fijó en una niña que tenía al lado y que no dejaba de mirarla.


–¿Cómo te llamas?


–Paula –respondió con una sonrisa–. ¿Y tú?


–Cindy Mae Roberts. He venido con mi papá, es un actor famoso.


Paula sintió lástima por la pequeña, pues no solo era la única niña que había en la fiesta, sino que además era hija de Lincoln.


–¿Tú eres actriz? Si lo eres, no eres famosa.


–No, no soy actriz. Trabajo para una organización que se dedica a ayudar a niños huérfanos.


–¡Qué aburrido!


–¡En absoluto! –Paula sonrió, comprensiva–. A mí me encanta poder ayudar a los niños que no tienen a nadie que los cuide.


El gesto de la niña cambió radicalmente al oír eso.


–¿Entonces a ti te gustan los niños?


–Claro. Mucho.


–A mi papá no le gustan nada. Cree que solo somos una molestia… por lo menos yo. Menos mal que solo tengo que quedarme con él de vez en cuando. Normalmente vivo con mi madre en Nueva York… a ella sí le gustan los niños.


Entonces sí que sintió lástima por ella. Para cualquier niño sería horrible creer que su padre le consideraba una molestia. Paula se fijó en que tenía una pelota en la mano.


–¿No ha venido ningún otro niño con el que puedas jugar?


–No. Mi padre dijo que conmigo era más que suficiente y Francesca estaba de acuerdo. A ella tampoco le gustan los niños


Paula respiró hondo para no decir lo que pensaba.


–¿Qué te parece si tú y yo jugamos juntas a la pelota?


–¿De verdad? –preguntó la pequeña, sorprendida.


–Claro. Vamos a buscar un sitio donde no choquemos con los invitados –propuso al tiempo que se quitaba las sandalias para caminar más cómodamente por el césped.


–¡Sí! –exclamó Cindy con sincero entusiasmo y sin dudar en darle la mano para buscar un buen terreno de juego.




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