jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 6



Pedro llevaba un rato buscando a Paula, pero parecía haber desaparecido. Había estado hablando con algunas personas del mundo de los negocios con ideas realmente interesantes y le habían hecho un par de propuestas en las que tendría que pensar a fondo, pero ninguna de esas personas, ni siquiera las de las buenas ideas, había conseguido atrapar su atención como Paula. El hecho de no encontrarla estaba provocándole una desagradable sensación de rabia mezclada con miedo. ¿Dónde se había metido, por Dios? 


¿Era mucho pedir que lo esperara junto a los músicos?


Después de preguntarles a varios invitados si habían visto a una rubia muy atractiva con un vestido rojo y blanco y que ellos le dijeran que no, se dirigió a la zona de césped en la que estaban charlando sus dos fieles empleados.


–¿Habéis visto a la señorita Chaves? –les preguntó.


–Está cerca de esos pinos –Miguel le señaló el lugar con una sonrisa de complicidad–. Está jugando a la pelota con la hija del señor Roberts. Dice que como no hay más niños en la fiesta, la pequeña necesitaba alguien con quien jugar.


Pedro no le sorprendió que Paula se hubiera ofrecido a jugar con la niña, pues parecía tener verdadera debilidad por los niños y sus necesidades. Él ni siquiera sabía que Lincoln tuviera una hija; nunca le había oído hablar de ella, lo cual no decía mucho de él como padre. Pobre niña.


Eso le hizo pensar que no conocía a ninguna otra mujer capaz de olvidarse de pasarlo bien en una fiesta para jugar con una niña, o que renunciara a causar impresión en un evento de aquellas características, lleno de famosos y gente influyente.


–La señorita tiene un corazón de oro –comentó Miguel.


Pero Pedro no necesitaba que nadie se lo dijera.


–Eso parece, desde luego –respondió–. Bueno, voy a ir a buscarla. ¿Por qué no vais a tomar algo de beber? Hace mucho calor.


–De acuerdo, jefe.


Encontró a Paula con una rodilla en el suelo y riéndose a carcajadas, mientras la niña gritaba entusiasmada:
–¡He vuelto a ganar! Pensé que irías mejorando, pero la verdad es que esto no se te da nada bien.


–Por eso en el colegio me llamaban Dedos de Mantequilla –respondió Paula, sin dejar de sonreír.


Tampoco dejó de hacerlo al ver a Pedro observándolas. Pero entonces era él el afortunado receptor de su sonrisa.


–¿Lo has pasado bien charlando con tus amigos? –le preguntó.


No se habría sentido más halagado si la mismísima reina de Inglaterra le hubiese prestado atención y tuvo ganas de sonreír como un adolescente, pero hizo un esfuerzo y se limitó a poner un gesto de ironía.


–No estaba «charlando con mis amigos», Paula. No se «charla» con un miembro del comité ejecutivo del Banco de Portugal como si fuera un amiguete al que hace tiempo que no se ve.


–Seguro que no, sobre todo si se da tanta importancia como tú.


La audaz respuesta de Paula tenía cierta gracia. Sin pararse a pensar en lo que hacía, fue hasta ella, la rodeó por la cintura y la puso en pie.


–Mereces un buen castigo por decir eso –le dijo al oído.


La sonrisa desapareció de su rostro, dejado paso a un gesto de temor que Pedro no comprendió. Parecía realmente asustada. La soltó inmediatamente.


–Era una broma –le aseguró, con un nudo en la garganta–. ¿Estás bien? ¿Siempre reaccionas así ante una broma inofensiva?


–No –trató de sonreír, pero era evidente que no tenía ninguna gana de hacerlo.


Pedro tuvo la impresión de que había estropeado un momento mágico.


–Es que me has pillado desprevenida, eso es todo –explicó.
Tenía el pelo alborotado de jugar con la niña. Sintió la intensa necesidad de apartárselo de la cara y de los hombros para después besarla como lo había hecho antes, solo que esa vez no tendría ninguna prisa por acabar.


–Siento si te he asustado, no era esa mi intención. Venía a decirte que han servido un bufé, así que podríamos ir a comer algo. ¿Vienes?


Pedro detestó notar la inseguridad que desprendía su voz, como si dudara de que Paula quisiera ir a alguna parte con él después de haberla asustado. El hecho de que una mujer tuviera tanto poder sobre él, hasta el punto de hacerle dudar de sus dotes de persuasión… era muy peligroso. Además de un hecho sin precedentes.


Por eso fue un alivio verla asentir.


–Claro. La verdad es que, ahora que lo pienso, estoy muerta de hambre. Cindy puede venir con nosotros. Por cierto, Cindy es la hija de Lincoln Roberts, aunque supongo que ya la conocerás.


–No, no tenía el honor –miró con una sonrisa en los labios a la pequeña de ojos verdes, unos ojos que debía de haber heredado de su madre–. Encantado de conocerte, Cindy. Yo me llamo Pedro.


–¿Pedro Alfonso?


–Sí –respondió, sorprendido por su reacción y porque lo había preguntado como si fuera mucho mayor de lo que parecía.


–Mi padre me dijo que fuera muy educada si hablaba con usted. Dice que es usted muy importante… y muy rico.


Pedro esbozó una ligera sonrisa, pero lo cierto era que odiaba comprobar una vez más que lo único que parecía despertar interés en él era su dinero y su éxito profesional; nadie se acercaba a él solo para disfrutar de su compañía. Nunca le había importado pues, tal y como le había dicho a Paula, era una persona muy realista, pero últimamente ni el dinero ni el poder conseguían llenar el vacío que sentía.


–Paula y yo vamos a comer algo, ¿quieres venir con nosotros? –optó por hacer caso omiso al comentario de la niña, puesto que el único responsable de tales palabras era Lincoln, y no ella.


–No, gracias. Me voy a mi habitación un rato. Gracias por jugar conmigo, Paula… aunque no sepas jugar. ¿Estarás bien con el señor Alfonso? –añadió mirando a Pedro con gesto de desconfianza.


Pedro se volvió hacia Paula con sonrisa sarcástica.


–¿Estarás bien conmigo? –le preguntó, rezando para no volver a ver en sus ojos esa mirada de temor.


–Claro que estaré bien –le aseguró Paula a la pequeña–. El señor Alfonso es amigo mío y confío en él.


Su respuesta provocó una cálida sensación en Pedro.


–A veces es un poco arisca, pero en el fondo es muy dulce –comentó Paula después de que se hubieran despedido de Cindy–. En realidad me da la impresión de que lo único que necesita es que su padre le demuestre de vez en cuando que la quiere.


Era triste, pero Pedro tenía la impresión de que era muy cierto.


–Parecía que lo estabais pasando muy bien.


–Hace bien recordar lo divertido que es volver a comportarse como un niño. ¿No te parece que los adultos nos tomamos la vida demasiado en serio?


–Probablemente tengas razón. El problema es que no todo el mundo ha tenido la suerte de divertirse de niño –las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pararse a analizar lo que iba a decir, pero inmediatamente se sintió incómodo y avergonzado por haber revelado algo que normalmente se esforzaba tanto en ocultar. Notó que le ardían las mejillas.


Pedro, siento si he…


–Vamos a comer algo, ¿de acuerdo? Me parece que tienes que quitarte del sol un rato porque se te ve acalorada después de tanto jugar.



****


Paula no habría podido decir qué había comido en la fiesta si alguien se lo hubiera preguntado. El bufé era abundante hasta la extravagancia, pero nada de lo que allí había le atrajo lo más mínimo.


Las palabras de Pedro sobre su infancia la habían dejado pensativa y llena de preguntas. Era un hombre que parecía tener todo lo que se pudiera desear: fama, dinero, poder. Pero aquellos conmovedores ojos castaños capaces de hacerla derretir le habían permitido adivinar por un instante que también llevaba dentro mucho dolor, un dolor que Paula ansiaba comprender y, quizá incluso, ayudar a mitigar un poco.


Pero tampoco había podido olvidar el miedo que había sentido cuando la había agarrado y le había dicho que merecía un castigo. Su exnovio le había dicho algo parecido aquella noche.


Sabía que Pedro lo había dicho en broma, pero aun así había despertado el recuerdo de un incidente aterrador y le había hecho preguntarse si algún día podría compartir algo íntimo con un hombre sin tener miedo. Deseaba poder hacerlo. No, más que eso, tenía intención de conseguirlo.


Paula se sintió aliviada cuando Pedro le propuso marcharse de la fiesta. Había puesto todo su empeño en charlar con algunos de los invitados, pero era evidente que entre ella y los demás había una enorme diferencia social y humana. 


¿Cómo iba a participar o a interesarse siquiera en una conversación sobre yates, aviones privados y las últimas tendencias de los desfiles de moda de París? Si tenía que ser sincera, le daba lástima que aquellas personas tuviesen una vida tan vacía y que no pudieran pensar en otra cosa que no fuera en tener más y más.


Ya en el coche de regreso hacia la mansión de Pedro, se hizo un largo silencio. Quizá, después de comprobar que no encajaba en absoluto con su círculo social, Pedro había cambiado de opinión sobre pasar sus vacaciones con ella. Si era así, Paula tendría la sensación de haberlo defraudado.


–¿Pedro…?


Sus miradas se encontraron y a los labios del portugués se asomó una sonrisa de complicidad que la hizo estremecer.


–No me digas que empiezas a tener dudas sobre nuestros planes. Sé que la fiesta te ha parecido un aburrimiento y que me equivoqué al pensar que podrías pasarlo bien, pero te prometo que a partir de ahora haremos lo que te apetezca. Solo tienes que proponer algo y yo me encargaré de todo.


Paula lo miró, sorprendida.


–Pensé que… que te habrías hartado de mí –admitió con cierta vergüenza–. Supongo que te has dado cuenta de que estaba completamente fuera de lugar. No tenía nada en común con toda esa gente.


–Y no sabes cuánto me alegro de que así sea, Paula. Pero te equivocas si piensas que no te admiraban. ¿Por qué crees que intentaban a toda costa hablarte de todo lo que tienen? Porque trataban de impresionarte, por eso. Y, seguramente, al ver que no conseguían la reacción que esperaban por tu parte, se sintieran inseguros y celosos.


–¿Celosos de qué?


Pedro suspiró y se pasó la mano por el pelo.


–De que seas tal como eres, sencillamente… de tu inocencia. Tú irradias una bondad y una belleza que no se pueden comprar con dinero y eso resulta muy inquietante para las personas que creen tenerlo todo –su mirada se hizo más intensa mientras la observaba–. No me he hartado de ti ni mucho menos, meu anjo. Ni muchísimo menos



****


El agua estaba increíble después de un día de tanto calor. 


Con cada largo que nadaba en la maravillosa piscina de la mansión de Pedro, Paula sentía cómo se iba despojando de la tensión y recuperaba la paz. Pedro no se había hecho de rogar cuando le había dicho que le apetecía darse un baño, pero lo que Paula no se habría atrevido a imaginar era que la villa contase con aquella enorme piscina situada en un lugar apartado del jardín que ella aún no conocía.


Había sido una suerte que se le hubiese ocurrido llevarse el bañador, aunque Pedro le había dicho que había bañadores para invitados. Pero Paula se alegraba de llevar el suyo, un bañador de una pieza que se había comprado en las rebajas de primavera de una tienda inglesa muy popular. 


Era azul, sin demasiado escote, ni por delante ni por detrás.


 Se sentía segura con él; no lo había comprado para estar guapa y, mucho menos, para llamar la atención.


Pedro había tenido que ir a atender una llamada, algo que Paula había agradecido, pues había podido cambiarse tranquilamente y meterse en el agua antes de que él volviera. Después de nadar un buen rato, se quedó flotando boca arriba, con los brazos extendidos.


–Pareces una sirena que acabara de salir del fondo del mar para dejar que los pobres mortales disfrutemos de su belleza y sepamos que la magia existe.


La voz de Pedro la sorprendió e hizo que se pusiera en pie con torpeza, salpicando mucho e incluso tragando un poco de agua.


Él se puso de cuclillas junto a la piscina, apoyando los codos en las rodillas y mirándola con gesto relajado y divertido. De pronto Paula se sintió cohibida. ¿Cómo no estarlo ante esa increíble belleza masculina que la observaba?


–Después de eso debo de parecer más bien un perro mojado –replicó mientras intentaba quitarse los mechones de pelo mojados que se le habían quedado pegados a la cara.


–Nada más lejos de la realidad.


–Ya. Tú, sin embargo, siempre estás perfecto. Hasta la chica más segura de sí misma se sentiría incómoda.


–¿Te parece que estoy perfecto?


De pronto lo vio ponerse en pie, quitarse los zapatos y tirarse al agua completamente vestido. Fue nadando hasta ella y consiguió hacerla derretir del todo al detenerse ante ella y lanzarle la sonrisa más sexy que había visto en su vida.


–Estás loco –murmuró Paula.


–Es posible. Pero solo cuando estoy contigo.


Cuando sintió sus manos en las caderas, Paula estaba ya ardiendo de deseo y cuando la besó, también ella se volvió un poco loca…




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