jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 2



En Portugal las casas solariegas se conocían como «casas antigas». Paula abrió los ojos más y más a medida que el chófer de Pedro se iba acercando por el camino que habían tomado tras cruzar unas enormes puertas electrónicas. Muy pronto, los árboles que flanqueaban el camino le permitieron ver la suntuosa fachada de la mansión, con columnas de mármol que brillaban bajo el sol. Observó aquel lugar sin apenas poder creer lo que veía y murmuró para sí:
–Dios mío…


Como era inevitable, pensó en el desvencijado edificio que albergaba el orfanato de aquellos niños africanos y se le rompió el corazón al compararlo con aquel magnífico ejemplo de arquitectura decimonónica. ¿Pedro Alfonso viviría allí él solo? La mera idea resultaba ridícula.


El sonriente chófer, con su impecable traje negro y su camisa blanca inmaculada, abrió la puerta del Jaguar y, nada más poner en pie en el suelo, Paula sintió el aroma de las buganvillas que, unido al calor, la dejó algo aturdida. Se quitó las gafas de sol, miró de nuevo a la casa y se sorprendió al encontrar a Pedro, esperándola en la puerta.


–Olá! –la saludó al tiempo que levantaba la mano.


Llevaba unos pantalones chinos de color caqui y una camiseta blanca que hacía resaltar su torso atlético. Sin duda parecía mucho más relajado que el día anterior. Los nervios que le provocaba el hablar con él se relajaron un poco… pero solo un poco.


Cuando estaba ya en el último escalón, él le tendió una mano y estrechó la suya con fuerza.


–Volvemos a vernos –le dijo, sonriente.


El roce de su mano arrastró a Paula hacia una mezcla de sensaciones que la dejaron sin habla.


«Es horrible», pensó, aterrada. «¿Cómo voy a mostrarme competente mientras digo lo que tengo que decir con profesionalidad si un simple apretón de mano me causa esta reacción?».


–Gracias por mandarme el coche –consiguió decir–. La casa es preciosa –retiró la mano rápidamente y trató de sonreír para disimular todo lo que estaba sintiendo.


–Estoy de acuerdo. ¿Por qué no entras para verla bien?


Si la fachada le había impresionado, la opulencia y la belleza del interior de la casa la dejó boquiabierta. El suelo era como un mar de mármol que se extendía por un enorme vestíbulo a través del cual su anfitrión la llevó hasta una sala mucho menos ostentosa y más acogedora. Allí había un conjunto de sofás y butacas sobre una gran alfombra persa tejida a mano en distintas tonalidades de rojo, ocre y dorado. En la pared del fondo, unas puertas acristaladas daban paso a una terraza con vistas a los jardines, que se prolongaban hasta el mar. Esa vez lo que embriagó los sentidos de Paula fue el intenso aroma de la madreselva que invadía la habitación como una suave lluvia. Estaba completamente fascinada.


–¿Quieres que nos sentemos en la terraza? Supongo que te habrás puesto protector solar en esa piel tan pálida y delicada.


–Sí, sí, voy bien protegida. Y sí, me encantaría salir a la terraza.


Una vez sentada en una cómoda butaca de ratán, bajo una sombrilla verde y dorada, Paula miró al jardín y suspiró.


–Es impresionante… un verdadero paraíso particular. Espero que tenga oportunidad de compartirlo a menudo con sus amigos. Sería un crimen no hacerlo. Me imagino que le encantará vivir aquí.


En el hermoso rostro de su anfitrión, que había ocupado la butaca que había frente a ella, aparecieron un sinfín de emociones distintas, pero ninguna de ellas reflejaba el más mínimo placer.


–Me temo que seguramente no lo aprecio tanto como debería, puesto que no vengo muy a menudo –reconoció él.


–Pero usted es de aquí, ¿no? Del Algarve, quiero decir –la pregunta salió de su boca antes de que pudiera impedirlo y enseguida vio que a Pedro no le hizo ninguna gracia.


–Vuelves a comportarte como esos periodistas tan inquisitivos. Por cierto… ¿dónde escuchaste que me había criado en un orfanato?


Paula tragó saliva y notó el rubor que le invadía las mejillas.


–En realidad no lo escuché directamente… quiero decir que… la persona que lo dijo no estaba hablando conmigo. Escuché por casualidad una conversación que tenían dos personas en un café en el que yo estaba sentada.


–¿Entonces fue alguien de aquí?


–Sí. Un hombre que parecía admirarlo mucho por todo lo que ha conseguido en la vida… no había en sus palabras ni un ápice de falta de respeto.


–Y cuando te enteraste de que iba a venir al Algarve y que soy huérfano, se te ocurrió que tenías que aprovechar la oportunidad para intentar que ayudara a esos niños africanos, ¿verdad?


–Sí… estoy segura que usted habría hecho lo mismo en mi situación.


–¿Ah, sí? –Pedro se cruzó de brazos y la miró fijamente, como si estuviera sopesando la idea… con una buena dosis de ironía y sentido del humor–. Quién sabe. En cualquier caso, deberíamos hablar un poco más de lo que pretendes y… analizar bien los detalles. ¿No te parece?


–Desde luego –Paula se sintió aliviada de que la idea de haber escuchado una conversación ajena no lo hubiese predispuesto en su contra. Levantó la mirada hasta aquellos intensos ojos oscuros–. Pero antes quiero que sepa que no hago estas cosas todos los días… me refiero a abordar a un desconocido para convencerle de que me ayude. Cuando estoy en las oficinas que tiene la organización en Londres, tengo que actuar con profesionalidad y respectar las normas a rajatabla. Normalmente llevamos a cabo un buzoneo exhaustivo entre los posibles benefactores y, de vez en cuando, tengo oportunidad de llamar directamente a alguien conocido por su labor humanitaria.


–Si estás siendo sincera, es una novedad muy agradable.


Pedro se quedó mirándola tan fijamente que, por un momento, Paula se olvidó hasta de respirar.


–Puedo afrontar la sinceridad, pero la falsedad me pone furioso.


–Yo no miento, señor Alfonso, ni tampoco estoy intentando engañarlo en modo alguno.


–Te creo, Paula. No dudo de que eres quien dices ser, ni tampoco de la razón por la que me abordaste ayer. ¿No se te ocurrió pensar que haría mis averiguaciones? Bueno, olvídate de eso y cuéntame más cosas sobre esa causa humanitaria capaz de hacerte correr el riesgo de acercarte a mí… Me encantaría saber cómo empezaste a involucrarte en la organización.


No debería haberle sorprendido que hubiese hecho averiguaciones sobre ella, pero le sorprendía.


Contenta de no tener nada que esconder, Paula le contó que al terminar la universidad seguía sin saber a qué dedicarse. Después le contó que unos amigos de sus padres le habían dicho que su hijo iba a dejar el trabajo que tenía en una organización humanitaria con sede en Londres. Esos mismos amigos le habían sugerido que se presentara para cubrir el puesto. Y así había sido como había empezado a trabajar allí y, después de un par de años, había surgido la oportunidad de viajar a África a visitar uno de los muchos orfanatos que gestionaba la organización. 


Desde entonces había ido ya varias veces, pero había sido la primera visita la que le había cambiado la vida. Mientras se lo contaba a Pedro, volvió a sentir apasionadamente el convencimiento de que debía hacer algo por aquellos niños.


Cuando dejó de hablar, debatiéndose entre la esperanza de que Pedro fuera a ayudarla y el pesimismo de no conseguirlo, Paula se quedó callada y solo pudo oír el sonido de su propia respiración, acelerada por la impaciencia.


El sol parecía traspasar la tela de la sombrilla. Sintió que le caía una gota de sudor entre los pechos y, sin darse cuenta, se la secó con un dedo. Al volver a levantar la vista se encontró con que en los ojos de Pedro había algo tan parecido al deseo que la dejó helada y le aceleró el corazón al mismo tiempo. La invadió en un instante un intenso deseo que la dejó aturdida.



****


Ella había dejado de hablar, pero Pedro seguía mirándola sin parpadear, sin poder apartar los ojos de esa mano que acercó al cuello del blusón blanco que llevaba. Llevaba un rato distraído por la gota de sudor que había visto bajar desde su nuca hasta colarse bajo la blusa y, al ver que ella colaba un dedo entre los botones, se había apoderado de él un deseo tan ardiente que le había provocado una erección. Y le excitaba aún más el hecho de que hubiese sido un movimiento tan evidentemente inconsciente e inocente.


Paula Chaves ya había conseguido acelerarle el pulso más que ninguna otra mujer con la que hubiese estado en mucho, mucho tiempo, y se dio cuenta de que no tenía prisa alguna por que se marchase de allí.


–¿Te apetece beber algo? –le ofreció, poniéndose en pie, y cuando ella asintió levemente, entró a la sala–. ¿Una copa de vino? ¿O quizá un zumo o una limonada?


–Una limonada, gracias.


–Ahora mismo vuelvo.


Cuando volvió de hablar con Inês, la cocinera y ama de llaves, Pedro sentía que volvía a tener bajo control la inesperada atracción que su bella invitada había despertado en él sin siquiera darse cuenta. Pero al verla bajo la sombrilla, volvió a acelerársele el pulso. Tenía un aspecto tan angelical con el pelo rubio cayéndole sobre los hombros. Pedro se confesó a sí mismo que estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa con tal de que se quedara a pasar el resto de la tarde con él.


Ella sonrió con timidez y cierta reticencia al verlo llegar. 


Tenía la impresión de que, cuando no estaba luchando por alguna causa, tenía un carácter más bien tranquilo y reflexivo. Y eso le gustaba. Sería un cambio muy agradable con respecto a las mujeres con las que solía salir… que eran todo exigencias y expectativas sobre la relación con él.


–Enseguida nos traerán las bebidas –anunció.


–Señor Alfonso… –comenzó a decir ella.


Pedro –corrigió él suavemente.


La vio apartar la mirada rápidamente y respirar hondo, como si necesitara concentrarse.


–Me preguntaba si ya había tomado una decisión sobre si va a ayudar o no a esos niños.


Pedro se tomó unos segundos para ordenar sus pensamientos. No había mentido cuando le había dicho a Paula en su primer encuentro que ya colaboraba con muchas organizaciones benéficas y entre ellas había varias dedicadas a la infancia. No obstante, no había ninguna que ayudara específicamente a niños huérfanos. Sabía que existía el riesgo de que todo aquello despertase en él los recuerdos de un pasado que no solo se había esforzado en olvidar, también en esconderlo del resto del mundo. Quizá se había desligado inconscientemente de ese tipo de organizaciones humanitarias para no correr el riesgo de que le hicieran preguntas incómodas sobre su pasado.


–Paula, no tengo ninguna duda de que es el tipo de causa que debería respaldar un hombre rico como yo y tampoco tengo ningún problema en hacer un donativo, pero, después de hablar contigo, necesito un poco más de tiempo para pensar bien qué tipo de ayuda estoy dispuesto a ofrecer. Si me dejas la documentación que has traído, la miraré tranquilamente y te llamaré. ¿Te parece bien?


–Por supuesto… y me alegro mucho de que haya decidido ayudarnos. Lo que ocurre…


Cuando se inclinó hacia él, Pedro vio en los ojos de Paula que se encontraba ante un conflicto; quizá porque no sabía si presionarlo para que tomara la decisión lo antes posible, algo que iba en contra de su natural impulso hacia la corrección y la amabilidad. Sin embargo para él no sería la primera vez que utilizaba cualquier arma que tuviese a su alcance para lograr lo que deseaba. No habría alcanzado el éxito del que disfrutaba en los negocios si no hubiera sido implacable y despiadado de vez en cuando. La hermosa Paula quería algo de él y él se había dado cuenta de que también quería algo de ella. Tenía que haber una manera de que ambos quedaran satisfechos.


–Es que no quiero abusar más de su amabilidad y hacerle perder más tiempo –dijo ella por fin apresuradamente–. Sé que está muy ocupado.


–¿Tienes prisa por marcharte?


–No, en absoluto, pero…


–¿Sí?


–No quiero ofenderlo, ni traerle a la memoria recuerdos dolorosos, pero me gustaría que se imaginara algo, si me lo permite. ¿Sabe lo que debe ser, además de ser huérfano, sin un padre o una madre que le quiera y le cuide, tener además que vivir en un agujero sucio que no dispone ni de las comodidades más básicas con las que contamos la mayoría de nosotros sin siquiera apreciarlas? No quiero ser insistente, pero quiero que entienda lo importante que es que mejoremos cuanto antes las condiciones en las que viven esos niños y para ello necesitamos ayuda económica. Por eso me gustaría preguntarle si tiene idea de cuánto tiempo le llevará estudiar los detalles del proyecto.


Pedro se le había encogido el corazón porque no le hacía falta imaginarse lo que era crecer sin un padre ni una madre puesto que lo había vivido en primera persona. En el orfanato en el que se había criado había un cuidador para cada cinco o seis niños. Esa falta de afecto le había dejado un vacío emocional que jamás lo abandonaría. Por más dinero y éxito que tuviera nunca podría dejar de sentirse aislado del resto del mundo, ni de creer que no merecía que nadie lo quisiese.


Pero al menos el edificio en el que había crecido había sido un lugar cómodo y limpio. Le espantaba la idea de que niños inocentes tuvieran que enfrentarse a las terribles condiciones que describía Paula y por eso había decidido extender un generoso cheque para sufragar el nuevo orfanato. Pero no tenía prisa por decírselo a Paula.


–Paula, yo soy un hombre muy compasivo, pero sobre todo soy un hombre de negocios muy meticuloso con cualquier movimiento de dinero que hago. Así que me temo que vas a tener que ser un poco más paciente si quieres que os ayude.


–Es difícil tener paciencia cuando se conoce personalmente a esos niños –replicó murmurando al tiempo que se le sonrojaban ligeramente las mejillas–. Ya ha comprobado que soy quien digo ser y que la organización para la que trabajo es completamente honrada, ¿por qué retrasarlo más, entonces? Le aseguro que podrá ver en qué se ha gastado hasta el último céntimo y recibirá las facturas correspondientes que lo prueben.


–Me alegro, pero, si supieras la cantidad de organizaciones que se ponen en contacto conmigo, quizá comprenderías que me tome mi tiempo para decidir a cuáles quiero ayudar –hizo una pausa para observarla–. Quizá crees que como tengo dinero no debería dudar en donar un poco a las organizaciones benéficas. O quizá piensas que debería sentirme culpable por ser rico. Si es así, debo decirte que he trabajado mucho desde muy joven para conseguir todo lo que tengo porque desde luego no vengo de buena cuna, ni nací con la suerte de mi lado precisamente.


La mujer que tenía enfrente se mordió el labio inferior y clavó la mirada en la mesa que los separaba. Cuando volvió a mirarlo, Pedro vio que tenía los ojos brillantes.


–Lo siento mucho. No tenía derecho alguno a sermonearle. A veces me dejo llevar más de la cuenta. Usted ha sido tremendamente amable y hospitalario; me ha dedicado mucho tiempo y me ha ofrecido su ayuda, pero yo se lo he pagado con grosería y arrogancia.


–Sé que no tenías intención de ser grosera, ni arrogante. Lo que sí es cierto es que empiezo a pensar que bajo ese aspecto tan angelical se esconde una verdadera tigresa.


–Solo cuando me enfrento a la injusticia y el dolor.


–Vaya, pues me temo que hay mucho de eso en el mundo, así que vas a estar muy ocupada. Dime, Paula, ¿ese es el único motivo por el que viniste al Algarve? ¿Solo querías pedirme ayuda para tu organización?


Ella se puso un mechón de pelo detrás de la oreja y respiró hondo antes de responder.


–No. La verdad es que lo de pedirle ayuda se me ocurrió cuando oí por casualidad esa conversación en la cafetería. En realidad vine para tomarme un pequeño descanso del trabajo. Debo reconocer que volví de África agotada y muy afectada por lo que vi allí. Mis padres tienen una casa aquí y me ofrecieron que viniera a descansar.


–¿Entonces estás de vacaciones?


La vio abrir los ojos de par en par, como si a ella también le sorprendiera.


–Supongo que sí. Lo cierto es que no se me da muy bien relajarme. No puedo dejar de pensar en esos niños y de preguntarme qué más puedo hacer para ayudarlos.


–Así que cuando te enteraste de que iba a venir por aquí decidiste intentar hablar conmigo.


–Así es.


Quizá fuera inevitable, pero el caso fue que Pedro se sintió conmovido por la inusual sinceridad de aquella mujer.


–Supongo que las ansias por ayudar a esos niños te impulsaron a hacer algo que no habrías hecho en condiciones normales. Me parece que eso denota una bondad excepcional, Paula.


–Lo dice como si fuera algo poco habitual, pero en la organización para la que trabajo hay mucha gente tan comprometida como yo.


En ese momento apareció Inês con la bandeja de las limonadas. El ama de llaves portuguesa sonrió con dulzura cuando Paula le dio las gracias y en ese momento Pedro se dio cuenta de que era muy difícil no responder a la amabilidad y la generosidad de aquella joven.


–Creo que ya te dije que tengo la tarde libre y que es algo que no me suele ocurrir –comentó Pedro una vez volvieron a quedarse solos–. Estaba pensando que me gustaría pasarla contigo. Podemos ir a comer juntos.



****


Paula estaba segura de que la mayoría de las mujeres se habrían puesto a dar saltos de alegría si Pedro Alfonso las hubiese invitado a comer. Ella no lo hizo. La situación le resultaba demasiado increíble y, además, no se sentía preparada para salir a comer con semejante acompañante. 


Especialmente después de acabar de ofenderlo y de decirle que tenía que ayudar a su organización quisiera o no.


Era un hombre rico y poderoso. ¿Por qué querría estar con ella más tiempo del estrictamente necesario? Y, si accedía a salir a comer con él, ¿de qué iban a hablar, aparte de sobre los niños africanos?


Antes de marcharse de casa de sus padres, Paula había tenido una vida sin incidentes. De hecho, siempre había tenido la sensación de no haber vivido realmente hasta que se había independizado del todo. Dios sabía que quería muchísimo a sus padres y que les estaba profundamente agradecida por todo lo que habían hecho por ella, pero la verdad era que había veces que la asfixiaban con su constante empeño por protegerla. Siempre tenían miedo de que tomara una mala decisión e intentaban evitar que cometiera algún error.


Por eso nunca se había atrevido a contarles que había salido con un hombre que la había golpeado y había intentado violarla estando borracho. No le había dado oportunidad de que lo intentara por segunda vez, pero aquella noche le había dejado unas heridas psicológicas que habían tardado mucho en curarse y la habían hecho muy recelosa de los hombres. Desde entonces no había vuelto a salir con nadie porque hasta una simple cita le parecía peligrosa.


–Es muy amable por su parte, pero… ¿no preferiría ir con otra persona?


Su anfitrión meneó la cabeza con sincero asombro, como si le costara creer lo que acababa de oír.


–Ante tan extraña pregunta, solo puedo decirte que quiero salir a comer contigo, Paula. Si no, no te lo habría pedido. Y deja de llamarme de usted, por favor.


–Pero si apenas me conoces… y yo apenas te conozco a ti –apartó la mirada de los inquietantes ojos de Pedro y perdió la vista en la enorme extensión verde del jardín. Parecía un enorme océano en el que ella era tan solo una diminuta barquita a la deriva. Así de vulnerable y asustada se sentía.


–¿Y cómo vamos a conocernos si no pasamos un poco de tiempo juntos?


Quizá a modo de señal que la ayudara a tomar una decisión, empezó a rugirle el estómago, dando muestras de un hambre completamente justificado, puesto que los nervios que le había provocado aquella reunión le habían impedido desayunar. ¿Qué mal podía hacerle comer con él? Ahora que lo pensaba, resultaría muy grosero rechazar su invitación después de que él hubiera accedido a ayudar a su organización.


Así pues, esbozó una tenue sonrisa.


–Está bien. Acepto la invitación… gracias.


Pedro sonrió también y lo hizo de un modo que le habría derretido el corazón a cualquier mujer.


–Se me ocurre el lugar perfecto al que ir –anunció mientras se sacaba el teléfono del bolsillo.


El terror volvió a apoderarse de ella.


–¿No será un sitio al que hay que ir arreglada? –le preguntó.


Pedro la miró a la cara.


–Por eso no tienes que preocuparte estando conmigo, meu querida. Además, tu belleza sería suficiente como para que pudieras entrar al local más distinguido, sin importar lo que llevaras puesto –su sonrisa se volvió aún más seductora–. No obstante, la ropa que llevas es perfecta.


–¿Aunque no esté a la altura de tus huéspedes habituales? –respondió con atrevimiento.


–Siento haber dicho lo que dije ayer. No fue propio de un caballero.


–Bueno, ahora que te has disculpado prometo no volver a echártelo en cara.


Mientras él fruncía el ceño, analizando sus palabras, Paula esbozó una sonrisa más provocadora.


El chófer los condujo a un restaurante con vistas al mar. A la puerta del local los esperaba un grupo de empleados que se disculparon ante Pedro porque el propietario no estuviera allí para recibirlos, pues ese día se casaba su hija.


Pedro intercambió algunas palabras con todos y cada uno de ellos y Paula observó que actuaba como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Eso le hizo pensar en lo diferente que parecía de la imagen de él que solían ofrecer los medios. No había leído demasiado sobre él, pero sí sabía que la prensa lo describía como una especie de playboy que disfrutaba al máximo de todo lo que conllevaba su enorme fortuna y su estatus social. Pero en ese momento, al sentir su mano en la parte baja de la espalda, la asaltó otro pensamiento. El roce de su mano le había provocado un escalofrío tal que cualquiera habría dicho que le había tocado directamente la piel y no la blusa.


Mientras los conducían a la terraza del restaurante no pudo evitar preguntarse cómo demonios le estaba ocurriendo a ella algo así.


El ambiente era sorprendentemente tranquilo e íntimo para tratarse de un local bastante grande. Un local en el que se levantó cierto revuelo con la aparición del empresario. Era el «efecto Pedro», como Paula había dado en llamarlo. 


Seguramente lo habría provocado aunque no hubiese sido famoso, pues su aspecto habría bastado para llamar la atención de cualquiera.


Sentados ya en la que sin duda era la mejor mesa del restaurante, desde donde tenían unas vistas inmejorables del océano, pidieron las bebidas y echaron un vistazo a la carta, haciendo caso omiso de las miradas furtivas de los demás comensales.


–Espero que te guste el marisco –dijo Pedro, arrugando el entrecejo–. Es la especialidad de la casa, pero, si no es así, seguro que pueden prepararte algo que te guste más.


–Me encanta el marisco y el pescado –aseguró Paula, muerta de hambre–. La verdad es que lo prefiero a la carne. Has elegido el restaurante perfecto.


–Me alegro de contar con tu aprobación.


–No pretendía ser condescendiente. Estoy muy agradecida de que me hayas traído.


–No tienes por qué sentirte agradecida, Paula. Me apetecía estar contigo. Quiero conocerte mejor. Dime… ¿tienes algún novio por ahí?


Al principio pensó que era una broma, pero cuando lo miró y vio lo serio que estaba, supo que no era así.


–He estado muy ocupada para tener novio –intentó disimular la tensión que le provocaba el tema.


–¿Entonces no hay nadie que te lleve a cenar o al cine?


No era solo su aspecto lo que resultaba fascinante; su voz profunda también hacía lo suyo. De hecho, Paula estaba como hipnotizada.


–Tengo buenos amigos, así que, si quiero salir a cenar o al cine, voy con ellos.


Oyó su respiración y se quedó atrapada por la seductora intensidad de sus ojos oscuros.


–¿Y qué hay de esas otras necesidades para las que una mujer podría buscar a un hombre? –le preguntó entonces, casi susurrando.

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