jueves, 1 de enero de 2015

CAPITULO 9




Con su encanto característico, Pedro había conseguido convencer a Paula de que le permitiera llevarla de compras, pero solo porque no tenía nada que ponerse salvo el vestido rojo y blanco que ya se había puesto el día anterior. Ella había propuesto volver a su casa a cambiarse, pero Pedro había acallado su argumento con un apasionado beso que había hecho que Paula descartara la idea de separarse de él ni un instante.


Solo con acordarse de cómo habían hecho el amor durante toda la noche y parte de la mañana, se le aceleraba el corazón. Y la emoción se hacía más intensa e inquietante al pensar en que lo que sentía por él iba más allá de disfrutar enormemente de su compañía. Cada minuto que pasaba con él estaba más fascinada; por su manera de mover las manos, por sus sonrisas… simplemente por cómo era.


Deseaba decirle que no era culpa suya que su padre lo hubiese abandonado, que no tenía nada de avergonzarse y que no merecía otra cosa que admiración por haber sido capaz de superar una infancia tan trágica y alcanzar el éxito del que disfrutaba. El problema era que no podía decirle todo aquello sin hacerlo enfurecer como antes, así pues, tendría que confiar en que volvería a bajar las defensas y a hablar libremente de su pasado… y poco a poco acabaría dándose cuenta de que ella jamás lo traicionaría.


Mientras ella se duchaba, Pedro fue a preparar la salida, pues parecía que cualquier pequeño movimiento requería de ciertos preparativos de seguridad. Después, Paula lo esperó desayunando mientras era él el que pasaba por la ducha. 


Apareció en la cocina con el pelo mojado y más guapo que nunca.


–Inês es una maravilla –comentó Paula, disfrutando de los manjares que había preparado la cocinera–. Tienes mucha suerte de tenerla.


–¿Te crees que no lo sé?


–No, ya sé que lo sabes. Claro que también ella tiene mucha suerte de tenerte a ti como jefe –añadió con una sonrisa.


Pero Pedro frunció el ceño mientras se sentaba frente a ella.


–No creas que soy el jefe del año –le advirtió–. No siempre soy tan popular entre mis empleados.


–Supongo que eso es inevitable. ¿Siempre quisiste ser empresario?


–No… Al principio solo quería jugar al golf y hacerlo bien. Había un campo cerca del orfanato.


Apretó los labios al mencionar el lugar donde se había criado, pero al menos no había evitado hablar de ello, pensó Paula.


–A los quince años conseguí un trabajo allí. Uno de los socios se hizo amigo mío y me pidió que fuera su caddie, también me enseñó a jugar y llegué a ser bastante bueno.


–Pero no querías dedicarte a ello, ¿no?


Pedro la observó un instante.


–¿Nunca has mirado mi biografía en Internet?


–No –respondió ella, sorprendida.


–Hice carrera en el golf durante algunos años y gané varios trofeos. Pero cuando me di cuenta de que los dueños de los clubes ganaban mucho más que los jugadores, decidí cambiar de profesión y me convertí en empresario y promotor inmobiliario.


–¿Y no te arrepientes de haber dejado el golf? Quiero decir, ¿te gusta también este trabajo?


–Sí –respondió él, sonriendo–. Sobre todo cuando me permite conocer a una mujer hermosa y testaruda como tú, Paula… una mujer capaz de arriesgarlo todo por una causa en la que cree.


Aquellas palabras la habían dejado tambaleándose y seguía así cuando Pedro fue hasta ella y la ayudó a levantarse. 


Sintió un escalofrío al ver el brillo lascivo de su mirada y fue precisamente esa reacción lo que le hizo darse cuenta de que tendría que poner un poco de distancia antes de que acabara rompiéndole el corazón.


La idea de no volver a ver a Pedro después de aquellas vacaciones le resultaba aterradora. No quería ni pensar en que fuera a hacer el amor con otra mujer que no fuera ella. 


A pesar de su aparente relajación sobre un posible embarazo, eso no era en absoluto lo que sentía. ¿Qué haría si realmente se había quedado embarazada? De pronto sintió una sorprendente euforia que enseguida se esforzó en apaciguar. Le gustaban mucho los niños, sí, pero siempre se había imaginado que tendría hijos cuando tuviera una relación estable y llena de amor. Pero los hombres como Pedro Alfonso no se enamoraban de las mujeres como ella, así que mejor quitarse esa ridiculez de la cabeza cuanto antes.


–Bueno, creo que deberíamos irnos para que pueda ponerme ropa limpia –sugirió entonces, tratando de ser sensata.


–Estás muy bien como estás, pero llamaré a Miguel y nos iremos de inmediato



****


Pedro nunca había conocido a una mujer a la que le gustara tan poco comprarse ropa, pero después de llevar un rato viendo escaparates, tuvo que reconocer que lo que le había dicho Paula era cierto: no le veía ningún interés a ir
de tiendas.


El problema era que cuando llevaban media hora paseando por el puerto deportivo, Paula se dio cuenta de que había empezado a seguirlos un grupo de personas, por lo que la ya ardua tarea de comprarse ropa iba a hacérsele aún más incómoda.


Había sido tan ingenuo de creer que podría dar un paseo con Paula como una persona normal que incluso le había pedido a José que los esperara en el coche. Pero era evidente que no podía ser como cualquier otro hombre que saliera a comprar con su novia o su esposa.


–No es necesario que sigamos –aseguró Paula cuando se hizo evidente la tensión de ambos.


–¡No! –espetó él, apretándola contra sí–. Quiero comprarte un vestido y voy a hacerlo. Ven conmigo.


La llevó hasta la siguiente tienda, entró y le pidió a la dependienta que cerrara, prometiéndole después que le compensaría generosamente por la posible pérdida de otros clientes.


–Es un placer, senhor Alfonso –respondió la guapa dependienta.


La llegada de un corpulento guardia de seguridad que cerró la pesada puerta de cristal les hizo sentir mucho más tranquilos.


–Cuando quieran marcharse, pueden hacerlo por la puerta trasera –les aseguró Natalie, pues así se llamaba la sonriente dependienta.


Pero a Pedro seguía preocupándole que la excursión estuviese convirtiéndose en una tortura para Paula.


–¿Estás bien?


–Sí. Debes de estar completamente harto de este asedio de la prensa y de la gente en general.


–Unos días me molesta más que otros, pero hoy me niego a que nada nos estropee los planes. Estamos en una de las tiendas más prestigiosas del Algarve y quiero que te compres el vestido que más te guste.


Paula miró a su alrededor y meneó la cabeza.


–Seguro que es todo de la talla cero. Es como si las mujeres del mundo entero estuvieran tratando de desaparecer.


–Vamos, mira bien –insistió Pedro, aunque en el fondo estaba de acuerdo con ella–. Le lanzó una mirada a Natalie y, al ver el modo en que la dependienta miraba de arriba abajo a Paula, se sintió furioso de que aquella muchacha arrogante pudiese creerse mejor que su bella y encantadora acompañante–. ¿Por qué no le enseñas algo bonito? –le dijo bruscamente–. Supongo que para eso te pagan.


–Por supuesto, senhor Alfonso.


A partir de entonces Natalie comenzó a tratar a Paula con más amabilidad y la ayudó a elegir un par de prendas que fue a probarse.


Paula se sentía terriblemente incómoda de tener que comprarse un vestido que ni siquiera necesitaba y más aún de tener que aguantar las miradas de una dependienta que sin duda estaba preguntándose qué hacía alguien tan vulgar con un hombre como Pedro. No obstante, se metió en el probador y se concentró en encontrar algo que le sentara medianamente bien, aunque solo fuera para contentar a Pedro.


Estaba abrochándose los botones de un vestido con el corpiño bordado en nido de abeja cuando oyó el timbre de su teléfono móvil. Lo sacó del bolso segura de que serían sus padres, puesto que llevaba tres días sin hablar con ellos y estarían ya histéricos.


Pero el número que vio en la pantalla fue el de Sara, la directora de la organización humanitaria. Paula frunció el ceño y sintió que se le aceleraba el pulso.


Cuando terminó la conversación, estaba sentada en el suelo y con la cara llena de lágrimas. Alguien llamó a la puerta del probador. Era Pedro.


–La dependienta me ha dicho que te ha oído llorar. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?


Se había agachado frente a ella y le había agarrado una mano entre las suyas.


–Acabo de recibir malas noticias –dijo mientras se secaba las lágrimas y pensaba que estaba arrugando un carísimo vestido que iba a tener que pagar Pedro.


–Dime de qué se trata te lo ruego. No soporto verte así sin saber por qué.


Paula lo miró a los ojos y trató de controlar la tristeza que sentía.


–¿Te acuerdas del bebé africano del que te hablé?


–¿Azizi?


No podía creer que recordara su nombre.


–Sí… Acaba de llamarme mi jefa para decirme que… ha muerto. Hace un par de días empezó a tener fiebre y, aunque lo llevaron al hospital, no ha podido superarlo. Solo tenía unas semanas… –tuvo que tragar saliva para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta–. No es justo.


–Nao chorar, a meu amor, que o bebê e seguro com Deus agora –las palabra salieron de su boca antes de que Pedro se diera cuenta siquiera de que las había dicho en voz alta.


 Se le rompía el corazón de ver así a Paula y la necesidad de consolarla era más fuerte que ninguna otra cosa. No le importó que la dependienta pudiera oírlo y contárselo a la prensa a cambio de una buena suma de dinero.


Paula lo miró con sus enormes ojos azules llenos de lágrimas.


–¿Qué quiere decir eso? –le preguntó en un susurro.


–Que no llores más porque ahora el bebé estará a salvo con Dios –ni siquiera estaba seguro de creer en Dios, pero quizá la educación católica que había recibido en el orfanato hubiera dejado su poso. No le dijo a Paula que también le había dicho «mi amor». Era la primera vez que utilizaba esas dos palabras para dirigirse a una mujer y no sabía bien qué pensar. Lo que sí sabía era que cuando estaba con ella se sentía un hombre completamente distinto.


–Gracias.


–¿Quieres que volvamos a casa a comer, en lugar de ir a un restaurante?


Parecía aliviada.


–¿No te importa? Lo siento mucho… no quería estropearte los planes.


Pedro sonrió a pesar del nudo que tenía en la garganta.


–No has estropeado nada, ángel mío.


Mientras la ayudaba a ponerse en pie, trataba de manejar las emociones que se habían apoderado de él. Estaba fascinado por la belleza interior y exterior de aquella mujer.


–¿Qué ocurre, Pedro? ¿Estás bien?


Se sintió incapaz de responder con palabras, lo único que pudo hacer fue estrecharla en sus brazos y besarla como si en ello le fuera la vida.


Ni Paula ni él oyeron la puerta que se abría, ni la voz de Natalie:
–Desculpe me… perdonen.


La puerta volvió a cerrarse



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