jueves, 1 de enero de 2015

EPILOGO




La sala VIP del aeropuerto de Heathrow estaba sorprendentemente tranquila aquella mañana. Además de Paula, Pedro y Francisco, su bebé de seis meses, solo había una pareja de ancianos y una mujer vestida con coloridas ropas africanas.


El pequeño Francisco tenía ya amplia experiencia en el mundo de los viajes porque Pedro se negaba a separarse de ellos cuando tenía que viajar al extranjero por trabajo y Paula tampoco quería que lo hiciera. Llevaban casados poco más de un año y aún no soportaba la idea de estar lejos de él, ni siquiera un día.


Un par de meses después del nacimiento de Francisco habían vuelto a Portugal, donde el empresario estaba poniendo en marcha una escuela de golf para jóvenes desfavorecidos. Ahora, después de pasar quince días en la preciosa casa que tenían en Kensington, volvían al aeropuerto, esa vez para viajar a África a visitar el nuevo orfanato y el nuevo centro médico, dirigido por profesionales muy preparados. Pedro se había encargado de todo y le había puesto el nombre de Azizi.


Paula estaba increíblemente orgullosa de su marido. No solo se había enfrentado a los miedos del pasado, sino que los había superado ofreciendo ayuda a niños huérfanos como él.


El pequeño se echó a llorar y Paula lo acunó en brazos para intentar calmarlo


–Creo que le está saliendo el primer diente. Babea mucho y no deja de chuparse el puño –le explicó a su guapísimo esposo, no sin ciertos nervios.


Llevaba un impecable traje italiano, pero no dudó en agarrar a su niño.


–Dámelo a mí un rato. ¿Por qué no te sientas y te relajas un poco? Puedes tomarte un zumo.


–Preferiría un café.


–No es buena idea tomar tanto café mientras estés dándole de mamar. Acuérdate de lo que nos dijo la pediatra.


–Lo sé, lo sé. No más de tres tazas al día. Entonces supongo que tendré que esperar hasta estar en el avión. Va a ser un día muy largo –añadió con un bostezo.


Francisco cerró los ojitos casi de inmediato.


–¿Y te preocupaba no ser un buen padre? –recordó Paula, meneando la cabeza–. Tienes un talento natural, una especie de toque mágico –lo vio sonrojarse y no tuvo que decirle lo orgulloso que estaba de su hijo.


Cuando Francisco se despertaba por las noches, era Pedro el que se levantaba de la cama y se lo llevaba a Paula para que le diera de mamar y, cuando se volvía a dormir, se quedaba abrazándolo un buen rato antes de llevarlo de nuevo a la cuna: «Estrechando el vínculo entre padre e hijo», solía decir.


–A veces me cuesta creer la suerte que tengo –reconoció–. Francisco y tú me habéis dado todo con lo que siempre había soñado. Por primera vez en mi vida tengo un verdadero hogar y una familia. Te amo con todo mi corazón, pequeña.


Paula se acercó a él y lo besó. Los otros tres pasajeros que había en la sala se miraron y sonrieron.


–Yo también te amo, vida mía –le sonrió, seductora–. Y te lo demostraré esta misma noche… en cuanto acostemos a Francisco –añadió, susurrándoselo al oído.


Los ojos de Pedro brillaron llenos de deseo y de amor.


–Si no tuviera a nuestro hijo en brazos, te demostraría lo que opino de eso, ¡mi pequeña tigresa!


–Promesas, nada más que promesas –bromeó ella, riéndose mientras se dirigía hacia la butaca contoneándose por la sala y segura de que los maravillosos ojos de su marido la seguían.



CAPITULO 12



La lluvia golpeaba con fuerza el asfalto. Si bien debería haberle resultado refrescante después del largo periodo de calor que había vivido en el Algarve, el ánimo de Pedro era demasiado sombrío como para importarle si llovía o no. Con la mirada clavada en las calles de aquel barrio que nunca había tenido motivos para visitar sintió que se le secaba la idea y se le aceleraba el pulso ante la perspectiva de volver a ver a Paula después de seis interminables semanas. 


Estaba desanimado porque aquella separación había sido para él como una sentencia de muerte durante la que le había sido imposible concentrarse en el trabajo y había reaccionado como una fiera cada vez que algo no le salía bien.


En esas largas semanas la había llamado varias veces a su teléfono móvil sin ningún éxito y, mientras intentaba no dejarse llevar por la preocupación, había probado suerte con la oficina de la organización humanitaria en Londres. La directora se había mostrado inflexible, negándose rotundamente a darle ningún tipo de información sobre Paula por no formar parte de su familia. Ni siquiera había logrado que le dijera cuándo regresaba.


Pedro habría querido gritarle que tenía intención de convertirse en su familia si ella lo aceptaba, pero no lo había hecho. Lo que había hecho finalmente había sido llamar a casa de sus padres y había sido su padre, Gabriel, el que por fin le había informado, aunque vacilante, de que Paula había caído enferma después de trabajar hasta el agotamiento y que, tras una semana en un hospital de la zona, iban a trasladarla a Londres.


De eso hacía ya una semana. Gabriel Chaves le había aconsejado que esperara unos días antes de ir a verla porque, según él, necesitaría un tiempo para aclimatarse y recuperar las fuerzas antes de poder recibir visitas.


Aquella última semana había sido otra dura prueba, pues en esos siete días no había podido saber si la salud de Paula estaba o no mejorando. No había podido descansar un momento, pensando en que pudiera no recuperarse, en que muriera sin haber tenido oportunidad de decirle lo que sentía por ella. Por eso, mientras Miguel aparcaba frente a la casa de ladrillo rojo de los Chaves, Pedro hundió el rostro entre las manos y rezó con todas sus fuerzas.


Más de una vez durante esos días había recordado que Miguel había perdido a su gran amor por culpa de una enfermedad terminal. ¿Por qué no se habría ido a África con ella? Si hubiese podido dejar de pensar que estaba abandonándolo y se hubiese dado cuenta de que en realidad lo que iba a hacer era un acto de profunda generosidad que merecía toda su admiración y su respeto…


En su defensa solo podía decir que el cambio de planes lo había desconcertado y destrozado.


–Deus!


–Hemos llegado, senhor Alfonso –anunció Miguel abriéndole la puerta del coche.


El hombre que se había convertido en un verdadero amigo para él desde la marcha de Paula le ofreció un paraguas y una sonrisa de comprensión.


–Lo esperaré en el coche.


–Gracias –aceptó el paraguas y caminó bajo la lluvia hasta la puerta roja de la casa.


Después de presentarse ante el padre de Paula, siguió a aquel hombre serio pero amable hasta una sala donde le dijo que su hija se encontraba descansando.


Se le cortó la respiración al verla. Estaba sentada frente a un ventanal, con la espalda muy recta, la mirada clavada en el jardín y el cabello sobre los hombros. Llevaba un suéter blanco y pantalones vaqueros y parecía una frágil figurita de porcelana; un movimiento en falso y se rompería en pedazos imposibles de recomponer.


El temor le revolvió el estómago.


–¿Paula? –Gabriel Chaves se acercó a su hija y le puso una mano en el hombro–. Tienes visita.


–¿Quién es? –al mismo tiempo que hacía la pregunta, se daba la vuelta y sus ojos se encontraban con los de Pedro–. Dios mío…


No fue una exclamación, pero era evidente que su presencia allí le había afectado tanto como a él verla a ella.


–Te llamé varias veces… –comenzó a decir, pero la emoción lo golpeó de pronto, dejándolo sin voz y sin palabras. Tenía tantas cosas que decirle que no sabía por dónde empezar.


–Será mejor que os deje hablar tranquilos. Cuando queráis, mamá nos preparará una buena taza de té.


–Gracias, papá.


Gabriel Chaves salió de allí después de darle un beso en la frente a su hija.


Paula esperó hasta que hubo cerrado la puerta para volver a mirar a Pedro y sonreír. Su sonrisa era tan deslumbrante como siempre, a pesar de parecer mucho más frágil.


–No puedo creer que estés aquí –dijo en voz baja.


–¿Qué tal estás? Has perdido peso y no tienes buen aspecto –le dijo, molesto consigo mismo por no poder controlar la emoción que sentía.


–Solo necesito descansar para recuperar fuerzas.


–No debería haber dejado que te fueras.


–¿Pedro?


–¿Qué?


Paula sonrió con una ternura que él no se creía merecer y le agarró la mano.


–Me alegro tanto de que hayas venido a verme. Tenía miedo de que me hubieras olvidado.


–¿Estás loca?


La levantó con mucho cuidado y la abrazó, apretándola contra su pecho como si necesitara comprobar que no era producto de su imaginación. Y al tenerla cerca creyó morir de alegría y de alivio, aunque también le preocupó lo poco que abultaba. ¿Acaso no había comido nada en las últimas seis semanas?


–¿Crees que podría olvidar el sol, el cielo, la luna y las estrellas? Ángel mío, tú para mí eres todo eso y más.


Paula levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas.


–No llores, pequeña… No soporto verte llorar.


–Lloro de felicidad.


Su intención era darle solo un suave beso para no agobiarla, pero en el momento en que sintió el roce de sus labios no pudo contenerse. Se apoderó de su boca hasta arrancarle un gemido de placer y, al comprobar que respondía con igual pasión, se olvidó del miedo que lo había torturado desde que se había enterado que había caído enferma. 


Poco a poco, el ardor fue dejando paso a la ternura.


–Yo también estoy muy feliz de estar aquí –le dijo él después de un rato–. Desde que te fuiste he estado completamente perdido… ¿Por qué no contestaste nunca a mis llamadas?


–Porque perdí el teléfono al día siguiente de llegar a África y desde el momento que llegué al orfanato no tuve tiempo ni energía para hacerme con otro. Por eso no respondí. Pero te juro que pensaba en ti todos los días, Pedro. Cada vez que tenía un momento, y no fueron muchos, pensaba en ti. No debería haberme ido como me fui.


Hizo una pausa para secarse las lágrimas que le empapaban las mejillas.


–Es cierto que me necesitaban, pero aún no me había recuperado del viaje anterior y lo noté en cuanto llegué. Con tan poca gente trabajando, la situación era casi insostenible. Fui una arrogante al pensar que podría cambiar las cosas. Si hubiese hecho un poco más de caso a mi cuerpo y menos a mi corazón, no me habría puesto enferma.


Pedro le apartó el pelo de la cara.


–Escucha, lo que hiciste fue lo más generoso y desinteresado que podría hacer nadie. Yo no tenía derecho a intentar hacerte cambiar de opinión. No fuiste arrogante; de hecho, estoy seguro de que cambiaste muchas cosas. Seguro que los niños se sintieron mejor teniéndote allí. Por cierto, ¿algún otro niño o trabajador sufrió las fiebres?


–Una niña de unos cuatro años –Paula meneó la cabeza, como si el recuerdo aún le afectase–. Pero por suerte parecía estar recuperándose cuando yo me fui.


–¿Y qué te han dicho los médicos a ti? –tenía miedo de preguntarle por si le daba malas noticias. Apenas pudo respirar mientras aguardaba su respuesta.


–Que sufro de agotamiento físico y nervioso. Yo no tuve fiebres, pero el calor me quitó las fuerzas. Contábamos con muy pocos recursos, así que atender a los niños era más difícil que nunca. Perdí por completo el apetito, lo que empeoró aún más las cosas, y una mañana me desmayé. Cuando desperté ni siquiera podía levantarme. Mis compañeros me dijeron que deliraba y por eso me llevaron al hospital. Pero ya ha pasado. Solo necesito descansar unos días y volveré a estar como una rosa.


Pedro no estaba tan seguro. Tenía ojeras y estaba demasiado pálida.


–¿Tienes pensado quedarte mucho tiempo en Inglaterra? –le preguntó ella con cierto nerviosismo.


–¿Crees que me voy a ir a Portugal dejándote así?


–No lo sé. No tengo ni idea de lo que vas a hacer. ¿Cómo voy a saberlo?


–Parece que fueras a llorar otra vez. Quizá no te hace bien que esté aquí.


–No quiero que te vayas –le dijo rápidamente–. Seguramente no debería decírtelo porque debes de estar harto de mis exigencias. Siento mucho haber intentado obligarte a enfrentarte al pasado. Yo no tengo ni idea. A veces pierdo la cabeza y pienso que puedo ayudar a todo el mundo. Sé que es una locura –admitió con una tenue sonrisa–. Supongo que me parezco a mis padres más de lo que creía


–Querer ayudar no es ninguna locura. A mí me ayudaste al hacer que dejara de huir del pasado. No me obligaste a hacerlo; simplemente me inspiraste. Yo quise enfrentarme a mis demonios. Ojalá hubiera más gente como tú en el mundo, Paula.


–Ya te he dicho en otras ocasiones que hay mucha más gente así. Escucha… sé que estás muy ocupado y seguramente estés impaciente por volver al trabajo y… también sé que te decepcioné, pero me gustaría que te quedaras un poco.


Pedro respiró hondo y volvió a acariciarle la cara.


–No tengo ninguna prisa por marcharme. Tú no me decepcionaste. Estabas cumpliendo tu sueño y eso es algo contra lo que no puedo decir nada porque me he pasado la vida intentando hacer realidad mis sueños. Pero ahora mismo lo único que me importa es saber que estás bien y, por lo que he visto hasta ahora, no lo estás en absoluto, así que no pienso hacer otra cosa que quedarme contigo hasta que estés completamente recuperada. He reservado una habitación en un hotel cerca de aquí, así que me tendrás a mano siempre que me necesites. Pero antes me gustaría hablar con tu padre si fuera posible.


Paula abrió los ojos de par en par.


–¿Para qué?


–Me gustaría que me contase detalladamente lo que han dicho los médicos y recomendarle a uno de mis médicos. Si te parece bien, claro.


Paula se dio media vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho.


–No hace falta que me padre te dé ningún detalle porque ya te he contado yo lo que han dicho los médicos. Tampoco necesito ver a ningún otro doctor. Ya te he dicho que solo necesito descansar.


Había algo más. Pedro se dio cuenta en cuanto la vio darse la vuelta y rehuir su mirada.


–Me estás ocultando algo… ¿qué es?


–Nada –volvió a sentarse y a apoyar las manos en los reposabrazos.


Afuera seguía lloviendo a cántaros y el viento golpeaba los cristales del ventanal.


–Si no quieres decírmelo, tendré que preguntárselo a tu padre.


Ella volvió a mirarlo y no pudo disimular el miedo.


–No hace falta que hables con él. Verás… al hacerme las pruebas en el hospital, apareció algo que ninguno esperába.


–¡Por Dios, Paula, dímelo ya! No sabes la tortura que me estás haciendo pasar.


La vio llevarse la mano al vientre y de pronto se quedó blanca como la leche. Estaba ya cerca de ella cuando se derrumbó en la silla.


–¡Paula! ¡Despierta! Meu Deus! –se agachó frente a ella y le buscó el pulso.


Pero entonces abrió los ojos y lo miró con gesto confundido.


Pedro –murmuró–. ¿Qué ha pasado?


–Te has desmayado, Paula. Deberías estar en la cama. 
¡Tienes las manos heladas! –se las frotó con fuerza.


La cabeza le daba vueltas en busca de soluciones. Le daba igual lo que dijera ella, hablaría con su padre. No soportaba la idea de perderla ahora que se había dado cuenta de que no podía vivir sin ella.


–Estoy bien.


–¡Deja de decir eso porque está claro que no es cierto! –no podía dejar de mirarla por miedo a que volviera a desmayarse–. Te has llevado la mano al vientre como si te doliera. ¿Es así, Paula? ¿Qué es lo que te duele exactamente?


A sus labios se asomó una ligera sonrisa.


–No me duele nada, solo era una náusea. ¿Puedes pasarme el vaso de agua que hay en la mesa?


Pedro se lo dio y la observó mientras bebía.


–Es normal tener náuseas durante el embarazo –anunció con sorprendente naturalidad–. Especialmente en el primer trimestre.


–¿Qué has dicho?


–Te estoy diciendo que tengo náuseas porque estoy embarazada.


Paula vio el asombro reflejado en los rasgos perfectos de su rostro Si no hubiese estado tan débil, le habría asegurado que no tenía por qué preocuparse… no pensaba exigirle que se casara con ella, ni ninguna otra locura. Había muchas mujeres en el mundo que criaban a sus hijos solas y eso era lo que haría ella si él no quería implicarse.


Se había quedado completamente pálido, lo que hacía pensar que no le parecía precisamente una buena noticia.


Paula lamentó habérselo dicho; debería haber esperado hasta tener las fuerzas necesarias para afrontar que no quisiera aceptar la responsabilidad de ser padre…


Unos segundos después, cuando parecía haber asimilado la noticia, Pedro le agarró ambas manos y la miró a los ojos.


–El niño es…


–No te atrevas a preguntarme si es tuyo –explotó Paula, ofendida.


–No se me ocurriría hacerlo –aseguró él con una sonrisa en los labios–. Voy a ser padre.


–Así es. ¿Te importa?


–¿Que si me importa?


–Una vez me dijiste que no tenías ni idea de lo que era ser padre porque no habías contado con ningún ejemplo.


–Es cierto. Pero nunca dije que no estuviese dispuesto a aprender cuando apareciera la mujer perfecta.


El corazón le dio un vuelco al oír eso último.


–¿Yo soy la mujer perfecta?


–Te tenía por inteligente… pero si todavía no te has dado cuenta, supongo que tendré que decírtelo más claramente.


Lo miró sin decir nada, observando cada rasgo de su rostro, preguntándose cómo había podido vivir tanto tiempo sin verlo, pero aún con cautela.


–Veo que por una vez en la vida te has quedado sin palabras –bromeó Pedro mientras le acariciaba los labios–. Te amo, Paula. Te has convertido en lo más importante de mi vida, en lo único sin lo que no podría vivir. Eres la persona más valiente, cariñosa y leal que he conocido.


Paula tenía los ojos llenos de lágrimas desde que le había oído decir que la amaba. ¿Tenía derecho a ser tan feliz? Con todo el dolor que existía en el mundo, era increíble tener la suerte de poder disfrutar de tanta felicidad.


–Yo a ti también te amo, Pedro. Te quiero más de lo que podrías imaginar y prometo dedicar el resto de mi vida a demostrártelo.


–¿Estáis ya preparados para esa taza de té? Tu madre se muere de impaciencia.


Su padre asomó la cabeza justo cuando iban a abrazarse. 


Paula miró a Pedro a los ojos y se echó a reír.


–Que nos deje solo cinco minutos más –le pidió Pedro al oído, pero antes de que Paula pudiera darle el mensaje a su padre, le dijo–: Cásate conmigo.


Y luego la besó apasionadamente.





CAPITULO 11



Pedro no intentó participar en la conversación sin trascendencia alguna que mantenía la gente con la que estaba cenando en el restaurante, ni siquiera conseguía prestar atención a lo que decían. Era como si las voces estuvieran muy lejos y él estuviese aislado en un sueño. Un sueño que, con la ausencia de Paula, cada vez se parecía más a una pesadilla. Llevaban separados solo unas horas, pero le estaban pareciendo una eternidad. Sentía una extraña presión en el pecho y se le había quitado el apetito y las ganas de charlar con sus amigos.


Amigos… La palabra no encajaba en absoluto con los rostros que veía a su alrededor. ¿Por qué todas sus supuestas amistades tenían que tener algo que ver con el trabajo? Había aceptado la invitación de cenar con ellos esa noche solo porque no quería estar a solas con sus pensamientos. No quería estar solo, pero se daba cuenta de que aquellas personas no eran verdaderos amigos.


Era consciente de que su empeño por alcanzar el éxito le había impedido tener relaciones sinceras y cercanas; solo se había relacionado con esa élite social en la que tanto le había costado entrar.


Pero, aparte de trabajar y buscar su propio placer, ¿qué había hecho con su vida? Sí, colaboraba económicamente con varias organizaciones benéficas, pero jamás se había implicado personalmente como lo hacía Paula. ¿De qué tenía tanto miedo?


La respuesta era sencilla. Le aterraba no saber relacionarse de verdad con la gente normal y aún más comprobar que el haberse aislado emocionalmente le había privado de las auténticas alegrías de la vida. Esa alegría que se obtenía cuando se conectaba realmente con alguien y se contribuía a hacer que su vida fuera mejor.


Todo aquello no animó precisamente a Pedro, aunque sabía que eran cosas en las que debía pensar a fondo. Lo único que podría animarlo sería ver a Paula. ¿Por qué había renunciado a ella tan fácilmente aquella noche? Ni siquiera le había dado un beso de despedida.


¿Y si no volvía a verla? ¿Y si al estar a solas se había dado cuenta de que no quería estar con alguien tan cerrado y tan alejado del mundo real?


Estaba tan distraído que, al ir a agarrar su copa, tiró otra y derramó todo el vino sobre el mantel blanco. Las dos mujeres que tenía al lado pegaron un respingo, pero luego se apresuraron a decirle que todo el mundo tenía accidentes.


Pedro se había puesto en pie para intentar paliar los daños, pero una vez levantado supo que tenía que largarse de allí cuanto antes.


Se disculpó con todos sus acompañantes, aceptó el generoso ofrecimiento de uno de ellos de pagar su parte de la cena y se marchó sin mirar atrás.



****


–¿Te tomas una copa conmigo? –le preguntó a Miguel cuando el chófer paró el coche frente a la casa.


El leal conductor aceptó con un movimiento de cabeza. Los dos hombres salieron a una de las múltiples terrazas de la mansión, aunque Pedro pasó antes a buscar una botella de buen vino y dos copas.


–Por la verdad y la belleza –dijo Pedro levantando su copa para brindar.


El chófer acercó su copa y sonrió. Después se sentaron el uno junto al otro en silencio, con el canto de los grillos de fondo. Pedro se sentía tan cómodo que se le pasó por la cabeza que apreciaba mucho la presencia y la compañía de aquel hombre.


–La echa de menos.


–¿Qué?


–A la señorita Chaves… la echa de menos.


Pedro meneó la cabeza, sorprendido por la perspicacia de su empleado.


–Solo llevamos unas horas separados.


–Da igual –Miguel se encogió de hombros–. Cuando uno se separa de la mujer de su vida, aunque sea un momento, siente que no volverá a estar completo hasta que esté de nuevo con ella.


–¿Qué te hace pensar que la señorita Chaves es la mujer de mi vida? No lo es. ¿Cómo podría serlo después de solo unos días?


A pesar de lo rápido que lo había negado, Pedro sintió que se le aceleraba el corazón al pensar lo mucho que deseaba volver a mirar esos ojos azules y volver a abrazar su cuerpo, y saber que todo iba bien simplemente porque ella estaba allí.


–Se puede conocer a la mujer de tu vida y enamorarse de ella en un instante. Da lo mismo que acabe de conocerla –aseguró el chófer con voz y mirada firme.


–¿Es eso lo que te ocurrió a ti?


Pedro notó que estaba pensando en alguien, pero sabía que no tenía pareja y le dio mucha lástima no haber tenido nunca una conversación sincera con él.


–Sí… Pero, por desgracia, yo la perdí por culpa de una enfermedad –le contó después de tomar un sorbo de vino–. Pasamos muy poco tiempo juntos, pero fue increíble, ¿sabe?


Claro que lo sabía.


–Siento mucho que la perdieras –murmuró.


Miguel tragó saliva y respiró hondo antes de volver a sonreír.


–Por eso tiene que aprovechar al máximo el tiempo que tenga con la señorita Chaves. Solo hay que ver el modo en que se miran para saber que están ustedes enamorados.


Fue un verdadero shock para él, pero tuvo que admitir que, al menos por su parte, era cierto. ¿Sería posible que Paula sintiera lo mismo?


–La señorita Chaves… Paula… es una mujer increíblemente buena y valiente. Yo no valgo nada comparado con ella, Miguel –reconoció con humildad.


–No estoy de acuerdo.


–A ella no le impresiona mi éxito, ni mi dinero.


–En ese caso es usted un hombre de suerte, senhor, porque eso quiere decir que lo que le interesa es usted como persona.



****


Dos de las personas que trabajaban en el orfanato de África habían caído enfermos con unas fiebres parecidas a la que había sufrido Azizi y estaban ingresados en el hospital. 


Paula se había enterado gracias a una llamada de su padre, a quien había llamado uno de los directivos de la organización con la esperanza de localizarla a ella.


Paula había notado el esfuerzo que había supuesto para su padre darle la noticia, pues la conocía bien y sabía que no dudaría en ofrecerse para suplir a los compañeros que habían caído enfermos.


Aun después de comprometerse a viajar a África tan pronto como le fuera posible, no pudo dejar de pensar en Pedro y en el error que había cometido separándose de él la noche anterior. Estaba completamente enamorada de él y no sabía cómo iba a poder decirle adiós y volver a su vida de siempre.


El timbre de la puerta la sacó de golpe de sus pensamientos, dejó el desayuno a medias y fue a abrir, no sin antes mirar de reojo la maleta que había preparado para llevar a casa de Pedro y que finalmente iba a seguir un rumbo muy distinto.


Al otro lado de la puerta no encontró al fiel chófer, sino al mismísimo Pedro, vestido con camisa negra y vaqueros. Sus ojos oscuros la recorrieron de arriba abajo con una intensidad que la hizo estremecer. Parecía un ángel oscuro enviado allí para tentarla con placeres a los que Paula no querría renunciar.


Fue él el primero que habló:
–Deus! Paula, hoy estás especialmente elegante y sexy. Me alegro de haber venido personalmente a buscarte.


–Gracias –lo cierto era que se había arreglado con esmero con la esperanza de que eso la ayudara a sentirse más segura al darle la noticia y ahora se debatía entre lanzarse a sus brazos o alejarse de él para que le fuera más fácil resistir la tentación–. Me alegro de verte… me alegro mucho. ¿Quieres tomarte un café conmigo?


–Claro.


Pedro entró en la casa sonriendo porque se había dado cuenta de que estaba ansiosa por tocarlo. Se entretuvo mirando las fotos que llenaban las paredes del recibidor, fotos de la infancia y la juventud de Paula. Parecía fascinado. Seguramente nadie se había molestado en documentar la infancia y la juventud de un niño huérfano. 


La idea le dio ganas de llorar.


–Tus padres tienen cara de buena gente –comentó.


–Lo son. ¿Salimos al patio?


Hacía un día especialmente hermoso, con el cielo completamente azul y una ligera brisa que refrescaba el ambiente. Paula le sirvió un café solo y sin azúcar y luego se sentó frente a él.


–Anoche te eché de menos –confesó sin apartar la mirada de sus ojos.


–Yo a ti también.


–¿Al final saliste con tus amigos?


–Sí, pero… la verdad es que no son mis amigos. Solo es gente con la que he trabajado o trabajo todavía.


–Ah.


–En otro tiempo los habría considerado amigos.


–¿Y qué ha cambiado?


–Yo he cambiado. Tú me has hecho darme cuenta de quiénes son mis verdaderos amigos y quiénes no –le explicó con una sonrisa capaz de derretir los polos–. También me he dado cuenta de que llevo toda la vida huyendo del pasado en lugar de enfrentarme a él y superarlo. El modo en que tú hablas de tus miedos y luchas por superarlos me ha impulsado a tratar de hacer lo mismo. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Me has transformado.


–Yo no he hecho nada. Si te has dado cuenta de todo eso, es porque querías ver por fin la realidad –Paula clavó la mirada en su café porque le resultaba difícil mirarlo a los ojos y seguir hablando… o siquiera respirando. Aunque lo que acababa de decirle era maravilloso.


–Nunca había conocido a una mujer tan generosa como tú, Paula. Y eso me hace pensar que debería aferrarme a ti y no dejarte escapar.


Entonces sí lo miró y deseó confesarle lo mucho que lo amaba, pero antes debía informarle del cambio de planes.


–¿Pedro?


–¿Sí?


–No sé cómo decirte esto, pero me temo que tengo que volver a África… al orfanato.


–¿Cuándo? ¿No me estarás diciendo que piensas irte antes de que acaben las vacaciones?


–Me temo que sí. Tengo que irme hoy mismo. Dos de los trabajadores del orfanato están en el hospital con fiebre, lo que quiere decir que solo quedan otras dos personas para hacerse cargo de los niños y no hay nadie más que pueda ir… Todo el mundo está trabajando en otros proyectos. 
Además, yo conozco a los niños, así que mi presencia los tranquilizará.


El rostro de Pedro se oscureció bruscamente y de pronto tampoco el cielo parecía tan azul.


–No es que no quiera quedarme contigo, Pedro… Esto es una emergencia. No tengo otra opción.


Pedro se puso en pie y miró a lo lejos. Paula fue hasta él, pero no se atrevió a tocarlo.


–¿Qué quieres que haga, Paula? –la miró de un modo que le encogió el corazón–. Sé lo mucho que te preocupan esos niños, pero ¿qué hay de ti? Viniste aquí a descansar y a recuperarte del agotamiento que te provocó tu anterior visita a África y sin embargo estás pensando en volver allí y poner en peligro tu salud. La fiebre mató a Azizi y ahora hay otras dos personas enfermas… No puedo alegrarme de que te vayas.


–No es seguro que se trate de las mismas fiebres… Están haciéndoles pruebas. En cualquier caso, lo importante es que esos niños indefensos necesitan gente que los cuide y yo ahora estoy perfectamente; fuerte y recuperada del cansancio. No me va a pasar nada –añadió con lágrimas en los ojos.


–No quiero que vayas –Pedro se pasó la mano por el pelo y meneó la cabeza–. Sé que vas a ir de todas maneras. Pero una cosa es ayudar a los demás y otra muy distinta es poner en peligro tu vida.


–Lo siento, Pedro… pero tienes razón. Voy a ir. No me lo tomes a mal.


–No me lo tomo a mal… no podría. Pero me gustaría que te lo pensaras de nuevo.


Aunque no podía garantizar que no le fuera a pasar nada, Paula sabía que debía ir. No podía no ayudar a esos niños; tenía que saber que había hecho todo lo humanamente posible por ellos.


Pedro se dio media vuelta como si se hubiese rendido y fue hacia las puertas que comunicaban el patio con el salón. Al darse cuenta de que se iba, Paula derramó una lágrima.


–No te vayas así, Pedro, por favor. Te prometo que estaré bien. ¿Puedes esperar un minuto? –agarró la libreta en la que había estado anotando cosas mientras desayunaba y apuntó su dirección, su número de teléfono y el de sus padres–. Por si quieres o necesitas ponerte en contacto conmigo –dijo, dándole el papel.


Pedro asintió.


–¿Ya tienes el billete?


–Sí. La organización se ha encargado de todo.


–¿Necesitas dinero?


–No… gracias.


–Entonces supongo que no hay más que decir. Cuídate y no corras ningún peligro innecesario.


La tensión de su voz le encogió el alma a Paula. Entonces se acercó a ella, le tomó el rostro entre las manos y la besó con fuerza. Después se marchó de allí sin darle tiempo a reaccionar y sin siquiera mirar atrás.